Toribio Pérez

SEMBRADOR  DE  ESTRELLAS

 

  1. Toribio Pérez Oca

 

Alfredo Mª Pérez Oliver, CMF

 

 

            Quienes nunca han oído hablar del P. Toribio Pérez Oca pueden sentirse un poco perdidos leyendo estas páginas. El autor mezcla sus propias reflexiones con otras que pone en boca del mismo P. Toribio. No está de más, pues, introducir este folleto-meditación con unos breves trazos biográficos que sitúen al personaje en el espacio y el tiempo.

            El P. Toribio Pérez Oca nació el 23 de marzo de 1896 en Villalobar, un pequeño pueblo de la provincia de León, en España. Sus padres se llamaban Gonzalo y Venancia. Entró como postulante en la Congregación en 1909, en el postulantado de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja). Hizo su primera profesión en agosto de 1917. Recibió la ordenación sacerdotal en junio de 1922.

            Su vida ministerial estuvo dedicada, sobre todo, a la formación (como prefecto de postulantes en Santo Domingo de la Calzada y, más tarde, como maestro de novicios en Salvatierra) y al gobierno: Superior Provincial de Castilla (1950-1956) y de Cantabria (1956-1962). Los últimos años de su vida los dedicó a la predicación como “soldado raso”.

            Murió en Bilbao el 29 de noviembre de 1972.

 

 

A modo de prólogo

 

            Si es voluntad de Dios, no hay humildades que valgan, ni dificultades que salgan al camino. Me mandan poner por escrito mi itinerario de Misionero Claretiano. No soy poeta, ni de lejos, pero creo que si me hubieran mandado construir un soneto, me hubiera sido más accesible. Pero he escrito al empezar que esa es la voluntad del Señor, pues manos a la obra.

            Tampoco soy escritor. Pero me acuerdo haber leído que al Dr. Juan Antonio Vallejo Nájera, ya adelantada la carrera de su vida, se le ocurrió pintar. Y empezó a manejar los pinceles. Nada de profesores, ni de academias, porque quería ser pintor “naif”. Y estos pintores son unos sujetos que llevan algo dentro y que con el pincel en la mano, y a su manera, transmiten sus vivencias. No pinta con precisión sus mensajes, pero dibuja rasgos atractivos de forma encantadora.

            Y el Dr. Vallejo Nájera, triunfó como pintor “naif”. Sus cuadros se los rifaban las gentes y a buen precio.

            ¡Ojalá que la obediencia haga el milagro de infundirme las cualidades de un escritor “naif”! Y sea capaz de transmitir mensajes encantadores e interpelantes.

 

Un deseo cumplido

 

            Recuerdo la simpática frase del buen Papa Juan XXIII: “La misión de los  Pastores no es conservar un museo, sino cultivar un jardín”.

            Sin duda que no quiso dar una definición completa de lo que significa pastorear en la Iglesia, pero envió a las ondas un mensaje subliminar para buenos entendedores.

            A mi recién estrenada misión de Maestro de Novicios, la frase me cuadraba totalmente. Había pasado un breve tiempo como formador de postulantes. Por diversas causas que ahora sería prolijo analizar, la experiencia terminó en fracaso. Lo asimilé como un proceso purificador de protagonismos y como un golpe certero al amor propio. Produjo muy de lejos, pero ahora percibo que había cercanía a los sentimientos, divinamente versificados, del medio fraile que en el día exacto encontró Santa Teresa de Jesús. Los escribió, parece, al final de su vida despojada de ambiciones humanas:

 

“Mi alma está desasida

de toda cosa criada.

Y sobre sí levantada

y en una sabrosa vida,

sólo en su Dios arrimada…”

           

            Pero volviendo a mi historia. Me pilló de sorpresa la carambola que a dos bandas hizo el P. Provincial, para topar con mi bola. Un golpe que me envió en dirección al Noviciado. Digo que a dos bandas, porque, por una parte, quedaba libre de mi exitosa etapa de Vicerrector y Prefecto de disciplina de teólogos, en el Seminario Diocesano de Corbán (Cantabria), que volvía a ser dirigido por el clero secular diocesano. Por otra parte, la grave enfermedad del que había sido nombrado Maestro de Novicios, el fervoroso y preparado P. Juan Mª Gorricho, deja vacante el comprometido encargo. Y la carambola llega inesperadamente a mis manos. Se me enviaba a cultivar un jardín y a sembrar estrellas que en su día brillarán para orientar a tantas almas. Tengo que confesar aquí, pues deseo cumplir la obediencia con total sinceridad, que dentro de mis profundos deseos, estaba vivo el de llegar a ser Maestro de Novicios. Y no lo tenía como presunción porque pensaba y sigo pensando que es el único destino que se puede desear.

            Ahora, con la luz serena que el otoño de  mi vida enfoca sobre las etapas vividas, manifiesto sin rodeos, que mis diecinueve años de Maestro de Novicios, fueron los más felices de mi vida misionera. La relación con las diecinueve generaciones de jóvenes generosos me hizo sentirme plenamente realizado.

            El lugar me ofrecía soledad, campo y monte, clima sano para reforzar mi salud no demasiado boyante. Ahí podría dar cauce a las ansias contemplativas que me borbotaban en el hondón del alma.

            Estos deseos se completaban con mis urgencias evangelizadoras, que encontrarían un cauce en la acción formativa. Releí un montón de veces las advertencias de las Santas Constituciones que declaran paladinamente la importancia de los llamados a esta misión. No, dicen, creerse lejanos de la actividad misionera, porque si es una gran obra dedicarse a la conversión de los pecadores, cuánto más será la formación de misioneros idóneos que, a su debido tiempo, serán instrumento de la salvación de muchos.

            Además, y es la razón definitiva que me proporcionaba una gran paz, saber que esa era la voluntad de Dios. Hace ya muchos años que tengo el total convencimiento de que Dios no quiere que hagamos muchas cosas. Solo quiere que hagamos su voluntad, que por otra parte debemos estar seguros de que esa es también nuestra plenitud humana y cristiana.

            Aunque yo reconocía mis deseos de enfrentarme a tan delicada misión, estaba seguro de que no había hecho el más pequeño guiño que descubriese mis anhelos  íntimos.

 

 

Soñé ser un buen maestro de novicios

 

            Ya he indicado que saberme en el lugar y en la misión querida por Dios, fue una base para comenzar con total tranquilidad mis actividades formativas. Tranquilo, pero con una total responsabilidad.

            Lo primero que vino a mi memoria y hasta casi me hizo temblar, fue la definición que alguien enterado dejó caer para meditación de los que estamos en esta brecha: “Los formadores deben tener muy en cuenta que son perpetuos fundadores.”

            Estoy completamente de acuerdo con esta definición y coherentemente me apliqué con ahínco a conocer a fondo el carisma que el Espíritu Santo otorgó al Santo P. Fundador. Pero sobre todo pedí hasta las lágrimas, la gracia de vivirlo exageradamente. Solo viviendo el carisma exagerada, llamativamente, podría ser testigo vivo que sedujera a mis jóvenes novicios para asimilarlo como ideal de su vida.

            Para tenerlo como un recordatorio y repasarlo con frecuencia escribí una síntesis de mis deberes. Aún la conservo. Y voy a dejar aquí constancia de algunos rasgos importantes:

– Hombre de oración. Sobre todo vivir la Santa Misa. La unción sacerdotal intensificó mi anhelo de configuración con Cristo. No omitiré nunca la acción de gracias. Y lo más larga posible.

– Me siento profundamente Hijo del Corazón de María. No puedo separar estas dos realidades: corazón y madre.

           

            Quiero insertar aquí, porque expresa bien lo que lo que me propuse vivir y transmitir a los novicios, una cita de la circular que, años más tarde, escribí en julio de 1950, como Superior Provincial de Castilla:

 

“Si al P. Claret le interesaban misioneros, era porque le interesaban antes, como fuente y raíz de apostolado, Hijos del Corazón de María. Sabía muy bien que nadie puede lanzarse a misionar las almas con constancia, con humildad y fervor, si no ve en ellas su carácter fraternal. Y no lleva, sobre todo en el pecho un corazón de hijo para con Dios su Padre, y para el Corazón de María, su Madre…

El espíritu genuinamente claretiano que animaba al Santo Fundador, el que quiso que heredaran sus hijos, fue éste: primero ser Hijos del Corazón de María. Luego vendría, como efecto imprescindible, como natural desbordamiento, el apostolado múltiple, universal, y coronándolo todo, como manto precioso que distinguiría al Instituto y a sus miembros ante la Iglesia, el regalado título de Hijos del Inmaculado Corazón de María…

Los Hijos del Corazón de María no nos pertenecemos a nosotros mismos…”

  

            Quise en esta circular reavivar la consagración que hicimos en nuestra profesión: “Me entrego  en especial al servicio del Inmaculado Corazón de la Bienaventurada Virgen María, en orden a conseguir el objeto para que esta Congregación ha sido constituida en la Iglesia”.

            Estudié también la manera de animar y ayudar a los novicios en su vida espiritual. Pedí al Espíritu que me ayudara con sus dones. Sin la luz del que con acierto llamó Orígenes “Entrenador” de los mártires, yo no podía ser un buen entrenador que preparara las bases firmes en las que se asentara la vocación evangelizadora de mis novicios.

            No descuidé una vigilancia discreta. Lejos, por supuesto, del espionaje que sólo sirve para convertir a los formandos en hipócritas.

            Y me propuse firmemente ser benévolo, afable. Hice lo posible para desarrollar una ternura de padre que sabe consolar, prudencia de maestro que instruye con pedagogía adaptada y cordialidad de amigo que inspira confianza.

 

El sueño se hizo realidad

 

            Creo oportuno interrumpir las memorias del buen P. Toribio, para dejar constancia de que el sueño de ser un Maestro de Novicios ideal, se convirtió en una consoladora realidad.

            Y la mejor manera de demostrarlo es acudir al testimonio de algunos de sus novicios. Un testimonio muy válido porque se realizó con la perspectiva de bastantes años después y con la veteranía de misioneros curtidos en diversas actividades evangelizadoras.

            Llama la atención que además de una santidad que inspiraba deseos de emulación, hay un recuerdo notable de la competencia teológica y espiritual que manifestaba. Pero sin más voy a dar paso a los testimonios. El P. José Antonio Valderrama lo recuerda así:

 

“Tuvo unos conocimientos nada comunes y extensos de la ascética tradicional. Dominaba las máximas, la vida y la doctrina de los grandes ascetas del yermo y del monacato. Tenía un conocimiento teórico que se echaba de ver en la cita oportuna a lo largo de sus charlas, en su vida y en la formación que nos daba. No iba por lo superficial en la formación, tampoco hacía mucho caso de lo sensiblero en la oración, en el modo de proceder de los novicios. Formaba en las virtudes humanas, sobrenaturales y morales, buscando siempre lo esencial. Me llamó la atención su expresión y el arranque que tuvo al hablarnos de nuestra renuncia por el voto de castidad a la hora de formularlo. Tocaba el tema con delicadeza…; en un momento de su explicación, habló de la renuncia a la paternidad e insistió en esa renuncia ‘porque las cosas se hacen con suma inconsciencia, pero si hubiéramos pensado en lo que supone renunciar a la paternidad, a que un hijo te llame ¡padre!’, no sé si hubiéramos tenido fuerzas cuando hicimos ese voto”.

   

            El P. Ángel Sanz Arribas añade unos matices significativos:

 

“La exposición doctrinal, bien sintetizada y perfectamente acomodada a la capacidad de su auditorio, iba siempre aderezada con ejemplos, anécdotas y observaciones prácticas recogidas de su experiencia personal, de sus lecturas, que él sabía retener y aprovechar hábilmente.

Por otra parte sabía emplear algunos resortes. Con frecuencia hacía coincidir el final de su conferencia de la noche con una anécdota que la campana interrumpía implacablemente en el momento de mayor interés. Ya se sabía  que en aquél punto iba a comenzar la charla del día siguiente, con lo cual el interés estaba doblemente asegurado.

Un medio didáctico y original, que al menos algunos años empleó para explicar las Constituciones, consistía en exigir a los novicios que resumieran el texto y la explicación de cada número en una décima espinela. Huelga decir que al P. Toribio no le interesaban tanto esos versos cargados de ripios y de buena voluntad como las lecturas y relecturas que se veían forzados a hacer”.

 

            El P. Martiniano García Barriuso se fija principalmente en el magisterio personal:

 

“El P. Toribio hablaba a los formandos, dirigía las conciencias como quien tiene autoridad. Tenía objetivado lo que decía; hablaba, y los consejos y lecciones le salían de su ser, no sólo de su saber. Tengo casi todas las conferencias al pie de la letra en varias libretas. Al releerlas guardan su saber de frescura y cercanía; saben al P. Maestro”.

 

            De la transmisión de la doctrina como no sólo un saber teórico, sino también experiencial, habla en su testimonio, el P. Macario Díez Presa:

 

“De sus conferencias en el Noviciado recuerdo muy bien las que nos dio sobre la parte ascético-espiritual de las Constituciones. Su riqueza doctrinal era notoria para todos; pero no lo era menos su viveza, convicción y expresividad concomitantes, así como la fuerza con que mantenía nuestra atención; todo ello, así como ciertos ejemplos con los que ambientaba la explicación, era una clara demostración de estar traduciéndonos su propia vida interior y su experiencia más honda. Y por todos se advertía ya como, en sus conferencias y conversaciones de dirección más personal, acentuaba más lo positivo que lo negativo…Seguramente por eso el P. Toribio es de los que con más profunda veneración, admiración y cariño llega uno a recordar”.

 

    Transmitir una experiencia

       

            No se le habrá escapado al lector la preocupación del P. Toribio por vivir su carisma claretiano: evangelizar por todos los medios posibles, en todas partes del mundo. Y como leyó y volvió a leer el texto constitucional que advierte a los formadores que es más importante formar evangelizadores que evangelizar directamente. Es multiplicar la eficacia evangelizadora por tantos a los que se les ha sembrado en el surco del alma la estrella de la evangelización.

            Pero no pasó desapercibido al P. Maestro la importancia del testimonio para que los novicios sintieran que el alma se les abría por esa fuerza interpeladora. Debió llevar tan hondo ese deseo que las dos últimas palabras articuladas que pronunció ya moribundo fueron: “¡Testimonio, testimonio!”.

            Pablo VI fue rotundo al afirmar que hoy el mundo necesita sobre todo testigos. Y en su clarificadora Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi intercaló una cuña de fuego para la Vida Consagrada:

 

“Los religiosos, también ellos tienen en su vida consagrada un medio privilegiado de evangelización eficaz. A través de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que ellos dan testimonio… Ellos son por su vida signo total de disponibilidad para con Dios, la Iglesia y los hermanos.

Por esto asumen una importancia especial en el marco del testimonio que, como hemos dicho anteriormente, es primordial en la evangelización” (n. 69).

 

            Transmitir la experiencia de vivir configurado con Cristo Jesús es la mejor evangelización. El que ya no vive para sí, sino que Cristo vive plenamente en él, lo transparenta. Fue la intervención de la M. Teresa de Calcuta, en el Sínodo para la Vida Religiosa:

 

“A nosotras sólo nos interesa Jesucristo. Por eso nuestras Misioneras de la Caridad procuran llenarse de Él en la oración matinal, para luego transparentarlo. Nuestros Sagrarios todos tienen una transparencia, para recordar a las hermanas que su primera obligación como Misioneras de la Caridad, es transparentar a Jesús”.

 

            El recuerdo del Maestro de Novicios transparentando su amor al Señor Jesús es una de las imágenes que ha quedado clavada en la memoria de muchos de sus novicios. Dejaré constancia de alguno de los testimonios:

 

“Su enseñanza estaba avalada por la fuerza de su vida y su testimonio. Su exposición doctrinal era sencilla, sólida y ajustada a la mentalidad y preparación de los novicios. Aparte de presentar  en una serie de conferencias la doctrina y los métodos clásicos de oración, él mismo realizaba algún ejercicio práctico ante los novicios, cosa que entonces constituía una verdadera novedad. Y hay que decir que aquellos ejercicios no tenían nada de simulacro, lo que en él hubiera sido incomprensible. Puesto a orar se olvidaba totalmente de lo que le rodeaba y se iba concentrando poco a poco en la contemplación del misterio que había elegido. De este modo seguía en voz alta todo un proceso de oración, y con toda verdad –quiero insistir en ello– solía terminar su oración profundamente conmovido y más de una vez –lo recuerdo perfectamente– con los ojos arrasados en lágrimas. Luego con mucha delicadeza trataba de crear el clima adecuado para que algún novicio se atreviera a realizar una experiencia semejante ante el maestro y ante sus compañeros, ejercicio que nos imponía a todos mucho respeto” (A. Sanz Arribas).

 

            Los padres Tomás Pérez Iturriaga, Bernardo Blanco y el Hermano Isidoro Pinedo, abundan en el impacto que recibían al ver y oír la oración de su Maestro:

 

“La meditación de la tarde –unas veces escrita, otras veces como un guión y otras del todo espontánea–, pensar en alto, hablar con Dios dejando que oyéramos, fue para mí una experiencia única”.

 

 “Nada extraño, pues, que las meditaciones que él daba y comentaba nos llegaran a lo más hondo, nos hacía hacer las resoluciones más firmes de ser fieles a Cristo y a María, a nuestra vocación”.

 

“Las meditaciones por él dirigidas nos hacían comprender el gran amor de Cristo a nosotros, y al contemplar sus padecimientos hacía que aumentara nuestro amor”.

 

            Sin duda que un alma abrasada por el fuego del amor divino, transparenta la presencia de Jesús, el Amigo. Invita a seguirle. ¿No es eso un gran servicio evangelizador?

            Ya sabemos su vivencia en la participación eucarística, que le adentraba cada vez más en deseos de configuración total con el Sacrificio actualizado en el altar. Pero además todas celebraciones litúrgicas alimentaban su espíritu por el extraordinario fervor que desarrollaba.        El P. Ignacio Cambeiro, novicio y años después auxiliar suyo en el Noviciado, nos ofrece su impresión:

 

“En las liturgias menos solemnes…no decaía en nada su fervor. Así en las Vísperas cantadas en las fiestas de la Virgen o al final de otras celebraciones, coronadas con la Salve perfumada de incienso… La disposición del coro, las rúbricas bien interpretadas, el canto esmeradamente ejecutado, se imponía a los novicios, cuando presidía y marcaba la pauta el P. Maestro… El fervor del Maestro se daba con profusión en estos actos; pero era precisamente porque en ellos nutría su propio espíritu, aprovechándose como el que más de los mismos, como se podía comprobar al concluirlos”.

 

            No creo que fuera por dudar de su autenticidad, sino por la natural curiosidad juvenil, comprueban esta transfiguración de su P. Maestro. Paladinamente confiesa esta vigilancia el P. Díez Presa :

 

“Como anécdotas más concretas, todos podemos evocar su edificantísima y hasta impresionante actitud en la capilla. No sólo podíamos comprobarlo con nuestra bien o mal disimulada falta de modestia tratando de sorprenderle. Incluso sabiendo cuando estaba él solo en la capilla, nunca faltaba alguien que mitad con inocente curiosidad, mitad con sentido deseo de novicio de experimentar cómo se comportaban los santos en la oración, improvisaba o planificaba una visita al oratorio, seguro de que el santo P. Maestro no iba a enterarse de quien entraba ni quién salía”.

 

            San Juan de la Cruz ya había explicado años antes lo que ocurre a estas alturas de la vida espiritual:

 

“La parte sensitiva inferior del alma, que de ella con sus potencias sensitivas y fuerzas naturales se recogen a participar y gozar en su manera de las grandezas espirituales que Dios está comunicando al alma en lo interior de su espíritu” (Cántico Espiritual, estr, 40,5).

 

 

Una  bomba  en  la  ruta

 

            ¡Era tan feliz con mis novicios! Me llenaba el alma comprobar que tenía delante de mí, tierra excelente y labrada con arado profundo. A manos llenas sembraba estrellas que yo sabía brillarían después como luceros al anunciar la Buena Noticia.

            Nunca imaginé que esa ruta seguida ya tantos años, pero dispuesto a seguirla otros tantos, se iba a cerrar de una manera tan traumática: una carta bomba estalla en mis manos y más aún en mi cabeza y en mi corazón.

            La leía y releía. No puede ser. ¿Quién habrá informado? Acudí al P. Superior, le consulté, le rogué que escribiese al P. General e impidiese tal desastre para la floreciente Provincia de Castilla.

            Acudí al Sagrario con los ojos arrasados en lágrimas, a mi Madre Divina. Y después de la oración decidí renunciar. Escribí mojando la pluma en los sentimientos de mi corazón. Pero no fueron aceptados mis argumentos. En consecuencia, acepté el servicio que la Congregación me pedía.

            La primerísima razón para la aceptación era la que ha sido siempre el norte de mi vida. La obediencia me aseguraba el cumplimiento de la voluntad de Dios.

            Pero había otra razón que además de mi voluntad para decir “aquí está el esclavo de la Esclava del Señor”, motivaba mi corazón. Era un servicio directo a los intereses del Instituto y a los hermanos. ¡Y yo debía tanto a la Congregación! Pensé y hasta puse por escrito algunas motivaciones que contribuyeron a calmar mi espíritu que no acababa de salir del asombro:

 

– En la Congregación me he encontrado a fondo con Jesucristo, mi camino en la tierra y mi vida eterna en el cielo. La figura eucarística del P. Fundador me ha llevado a gustar las delicias de la presencia permanente de Jesús en el Sagrario.

– En la Congregación he respirado el amor, el entusiasmo, la confianza en la acción maternal de la Virgen Madre. He crecido acunado por la ternura de su Corazón.

– En la Congregación he aprendido  y han prendido en mi las urgencias evangelizadoras que siempre quiero contagiar a todo el que se pone a mi alcance. Ha calado hasta el fondo de mi ser la convicción de que el mayor servicio que puedo hacer a mis hermanos y hermanas es darles a conocer a Jesucristo, nuestra único Salvador.

– En la Congregación he encontrado hermanos que me han ayudado y me siguen ayudando en las necesidades de mi alma y de mi cuerpo.

  

            En fin. No acabaría repasando lo que debo a la Congregación.

    Nuevos horizontes

 

            Con temblor, pero con gran confianza tomaba en mis manos el gobernalle de la querida Provincia de Castilla en el año 1950. Me sentía enviado. Era el Señor quien había marcado mis nuevas rutas a través de mis Superiores. Cuando al cumplir este servicio fraterno de autoridad me encontraba con individuos instalados, apegados a lugares y actividades, me dolía el alma. ¿Cómo pueden actuar con tranquilidad sin ser enviados?, ¿No aprendieron del Santo P. Fundador la necesidad de ser enviados?  No hay ejército, decía él, que me impida dirigirme a donde soy enviado a anunciar la Buena Noticia.

            Esta Provincia me entusiasmaba. Era una madre fecunda desde que la Congregación en 1895, creaba las dos primeras Provincias: Cataluña y Castilla.

            Y la nueva Provincia castellana creció vigorosa y fueron desmembrándose nuevos retoños que aseguraban el crecimiento de la Congregación: Chile, Argentina-Brasil en América y la Provincia Bética para el sur de España, en 1906. En 1936 se constituye la nueva Delegación de Inglaterra, en 1939 la de Portugal y en 1949, el 12 de julio, la francesa. Y por fin, siguiendo las sugerencias del Capítulo General de 1949, las veintisiete casas de Castilla se parten en dos: quince para la nueva Provincia de Cantabria y doce para la enflaquecida –por tanto dar– Provincia de Castilla. Esta Provincia, mermada en sus casas y en su personal, era la que el Gobierno General depositaba en mis pobres manos y más aún en mi corazón.

            Repaso en mi mente la ilusión de todos los que formábamos la nueva Provincia castellana por hacerla crecer para servir mejor a la Causa de Jesús. Recuerdo algunas estructuras nuevas para facilitar la actividad evangelizadora. Todos a una y con un apoyo total del Gobierno General: la Iglesia del Corazón de María, en la madrileña calle de Ferraz, el Colegio Claret de Madrid, capaz para dos mil quinientos alumnos, la Residencia Universitaria de Valladolid… Pero sobre todo nos volcamos en los centros formativos internos. Seleccionamos los formadores y no escatimamos sacrificios para dotar de las estructuras y medios para apoyo de la formación. Nos iba en ello la vida. Como dicen, los números cantan mejor que los jilgueros.

            En los seis años de mi gobierno estas son las diferencias: en 1950 éramos 112 sacerdotes; en 1955 éramos 128; comenzamos con 3 estudiantes profesos, al final del mandato eran 73; los Hermanos pasaron de 50 a 57; los novicios de 2 a 29. Por fin, los seminaristas menores aumentaron más que todas las demás secciones: de 84 alcanzaron la esperanzadora cifra de 228.

            Pero sobre todo mi corazón estaba lleno de deseos de amor y servicio y así lo expresé en mi primera circular:

 

“Me siento animado en la mejor voluntad de servicio… Divino servicio que me obliga a poner en todo momento a vuestra disposición mi tiempo, mis fuerzas, mi inteligencia, mi corazón, cuyas puertas os abro desde ahora de par en par…

Nuestro pensamiento se dirige muchas veces a vosotros, hermanos queridos, que después de Dios ocupáis todo nuestro corazón. Deseo ardientemente la santificación de vuestra alma, el contento de vuestro corazón, la paz y la unión de unos con otros y el fruto de los ministerios a los que vivís entregados”.

  

            La historia juzgue éste mi primer mandato de Superior Mayor. Aunque a mi solo me importa el juicio de Dios. ¡Qué estupendo ser juzgado por la misericordia divina! Cantaré eternamente las misericordias del Señor y la ternura de la Madre Divina que tanto me conforta.

 

 

De sorpresa en sorpresa

  

            Esa fue la realidad. Porque si me sorprendió el nombramiento de Provincial de Castilla, más aún me dejó paralizado el nunca sospechado de Provincial de Cantabria. Fue el Viernes Santo de 1956 cuando llegó a mis manos la carta. Pero ya estaba enseñado y no anduve con renuncias. Ya me conocían de sobra. Así que bajé la cabeza, apreté el corazón y

 contesté al P. General:

 

“El viernes de la Cruz recibí su paternal tarjeta junto con el nombramiento de Provincial de Cantabria. ¿Adivina su Reverendísima la sorpresa que recibí con tal nombramiento, que fue por cierto enorme? Acepto el nombramiento como venido de la mano de Dios, junto con las muchas cruces que indudablemente he de hallar. ¡Fiat voluntas tua!”.

  

            Éste era mi presentimiento que estaba apoyado por algunos temores. El primero se desvaneció como el humo en el aire. ¿Habría reticencias hacia un superior traído de fuera de la Provincia? No las hubo. La acogida fue más que cariñosa. Muchos habían sido mis novicios y reverdeció la confianza del año pasado juntos creciendo en claretianidad. Y yo  desde el primer momento puse, como en mis primicias castellanas, todo mi corazón. Y dejaba en manos de la Madre Divina las riendas de la Provincia.

            El segundo temor era instintivo. En la lista de mis consejeros figuraba el anterior Provincial. Ya se sabe la cara y cruz de una cercanía así. Decidí  tener la mayor consideración a su valía y experiencia. Encontré en él una leal colaboración, pero más de una vez, con la mayor suavidad del mundo, tuve que mantener mis criterios.

            Y el tercer temor lo había comenzado al final de mi sexenio castellano. Se empezaban a destapar en la Iglesia y en la Vida Religiosa aires distintos provocados por los cambios acelerados de los tiempos. Respiraba al pensar que dejaría en otras manos más capaces, el

enfrentarse a las nuevas situaciones. Sin embargo, el Señor sabrá por qué me mantuvo en la

brecha.

            Mis temores se cumplieron. Ni la Congregación, ni la Provincia se salvaron de la marejada, más aún, maremoto que sacudió a la Iglesia. Los abandonos me hicieron sufrir tanto que se quebrantó mi salud. El P. General me obligó a tomarme unas vacaciones en mi añorado refugio de Salvatierra.

            Recuerdo ahora esas situaciones y se me renueva el dolor e intensificó mi oración, pero mi espíritu está en paz,  porque creo que todos los casos los traté con toda la caridad a mi alcance, y siempre con el corazón y las puertas abiertas a posibles recuperaciones.

            Y, por supuesto, mi prioridad fue privilegiar, en la medida de lo posible, los Seminarios en todas sus etapas y por supuesto el noviciado. Gracias a Dios pudimos disponer de  formadores con profunda espiritualidad y totalmente identificados con el carisma que debían transmitir.

         Y siempre tuve muy presente la santidad que debían cultivar los misioneros. Al presentar los nombramientos de los gobiernos locales del primer trienio, escribí una circular brotada de mis convicciones más profundas, dirigida principalmente a los Superiores. Selecciono algunos fragmentos:

 

“Para más asegurar esta ayuda divina, mis queridos PP. Superiores y demás que formáis los nuevos Gobiernos, habéis de entrar en vuestros respectivos cargos con la mejor intención de ponerlos al servicio de Dios, de la Congregación y de las almas… El Hijo de la Virgen “no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida por la redención de mucho” (Mc.10,40).

Convertíos en servidores de vuestros hermanos, habéis de poneros al frente de la Comunidad con la santa ilusión de hacerlos felices, cultos y santos.

Hacedlos felices, cuidando con solicitud de cuanto concierne a su bienestar material, dentro de lo que cabe en la vida religiosa… Que se tenga especial cuidado de los ancianos y de los enfermos, mirándolos y tratándolos como miembros predilectos de Jesucristo. Que reine en vuestra comunidad la unión más sagrada y un íntimo espíritu de familia…

Hacedlos cultos. Dadles los medios para que se vayan perfeccionando en las ciencias y oficios; que ningún adelanto de las ciencias, sobre todo las sagradas, les sea ajeno; que las bibliotecas estén bien provistas, bien cuidadas y bien aprovechadas… alentando todo buen deseo en orden a la modernización y ampliación en el terreno de la cultura y el apostolado…

Sobre todo… haced santos a vuestros encomendados…Sois Superiores para procurar la santificación de vuestros súbditos. Si esto no conseguís durante vuestro mandato, no habéis conseguido vuestro fin principal…

Habéis de poner a contribución todos los medios posibles, mayormente la palabra, el ejemplo y la oración…

Por último, con la oración. Sobre estos dos medios, el de la palabra y el del ejemplo…debéis añadir la asiduidad en la oración…

No basta hablar, enseñar, estimular, corregir; es preciso que esta oración de los Superiores llegue al alma, la conmueva, la conquiste, la arrastre; pero esta empresa victoriosa ya no depende de nosotros, sino de la gracia divina, que obtendréis por la asidua e importuna oración…Orad siempre en medio de las dificultades y de las múltiples pruebas de vuestro gobierno; encomendad a Dios y a nuestra dulce Madre vuestra comunidad, la conservación del espíritu primitivo, la observancia de las Constituciones, la unión de los corazones en la verdad y en la caridad y el crecimiento de todos en el amor de Cristo y del celo apostólico…

Que sea este periodo que empezamos un periodo de prosperidad y avance de nuestra Provincia para la gloria de la Congregación amada”.

 

Cuña comprobatoria

  

            Al editor de estas memorias del “santo P. Toribio” (así lo llamaban aún en vida, sin nadie que disintiera), le parece oportuno poner una pequeña cuña, que comprueba que lo que decía a los superiores en esta circular, no era más que leer en su vida. Para ello me valgo de “una florecilla” que escribió el P. Severiano Rodríguez, a la sazón Prefecto del filosofado de la Provincia Castilla. Sucedió en agosto de 1954. A su paso por Madrid para tratar algunos asuntos con el P. Provincial, se acercó a la capilla y esto vio y oyó:

 

“De rodillas en la tarima, a menos de un metro del Sagrario, estaba con los ojos clavados en Él. En las manos una carpeta terrosa, añosa y bien gastada. Brazos, manos y carpeta alzados, cual sacerdote que hace una ofrenda; pendulando la cabeza con el misticismo y el ritmo de la oración que salía susurrante de sus labios. Tal cual me quedara avergonzado ante aquél santo varón y más cuando, luego, sabiendo que le había ‘pillado’, me dijera que los problemas de esa carpeta habían de pasar por el cedazo del Sagrario.””

 

 

 

 

Soldado  de  infantería

 

            Todo llega y todo pasa. Así que también llegó el final de mi segundo sexenio como Superior Provincial. Recuerdo que escribí al P. General manifestando mis sentimientos de alegría, pues me quitaba de encima el peso de un cargo que siempre creí que me sobrepasaba. Y emergía en mi alma el deseo de ser útil a la Congregación donde quiera que sea. Y por eso a mis sentimientos gozosos añadí un ofrecimiento incondicional.

            Pero no se cumplieron del todo mis deseos de trabajar como soldado raso y de infantería, es decir en primera línea de trabajo. Me hicieron Superior de mi querida Salvatierra. Reconozco la comprensión y cuidado del Gobierno Provincial. Me enviaron a una Comunidad fervorosa y donde todas las secciones marchaban sin chirriar, bien engrasadas por el aceite de la fraternidad. Mi salud endeble no tendría problemas.

            En esa paz podría aún con más tiempo hacer renacer mis deseos de obrero de la Palabra. Me sentía como los obreros llamados a última hora a trabajar en la viña. Salí a la plaza a ver quien me contrataba. Pero no pasivamente. Escribí a claretianos, primeros espadas en la predicación y que sabía tenían compromisos sobrantes, que no podían atender. Fueron muy amables porque comprendieron que ocupado tantos años en servicios internos de la Congregación, era un desconocido en esa parcela.

            Me preparaba concienzudamente y procuraba estar actualizado en las realidades nuevas eclesiales y de la Vida religiosa. Y coseché muchas llamadas. Doy gracias a Dios que se fió de mi debilidad y me envió trabajo abundante. No he contado nunca mis trabajos apostólicos, porque como dice el poeta:

 

“Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos del mar”.

 

            No pienso cuando llegue el momento del encuentro presentar nada, porque siervo inútil soy y sin provecho. Sólo quiero decirle a mi Jesús, mi Salvador y mi todo: “Aquí estoy, Señor, he querido ser tu amigo.” Y eso me basta. ¡Qué alegría encontrarse con el Amigo, de la mano de María, su Madre y mía! Lo demás ya corre de su cuenta.

 

El oro de una celebración

  

            La redacción, obligada por obediencia, de estas memorias, coincide con los cincuenta años de vida sacerdotal, que el Señor Jesús me ha concedido. Los ocho compañeros de ordenación aún vivos, nos reunimos en Segovia para practicar Ejercicios Espirituales y celebrar el jubileo de oro a la misma hora y en la misma Iglesia donde fuimos ordenados. Se empeñaron en que fuera yo el Director de los Ejercicios. Acepté la encomienda porque no quise, como advierten los versos de Pemán, ufanarme de humilde, porque es un modo sutil de ufanía. Así que intenté hacer este servicio lo mejor posible. En el horario dejé amplios espacios de oración personal para las confidencias con el Amigo, con el Único y Eterno Sacerdote, que nos había hecho partícipes de su sacerdocio.

            Fue simpática la encuesta que nos hicieron los seminaristas que cursaban en Segovia. Una pregunta era: “¿Cuáles han sido sus principales destinos y ministerios?”. Tuve que hacer una síntesis de mi “currículum vitae”. Y acabé con lo que soy estos cuatro últimos años: “soldado raso, confesor y predicador”.

            No quiero enmendar planas, pero me hubiera gustado poder escribir: “Cincuenta años soldado raso, confesor y predicador. ¡Ah! Y por especial gracia, ¡diecinueve años, Maestro de Novicios!”.

            El 10 de Junio con mis compañeros y el 18 con mi querida Comunidad de Salvatierra, con representación de las casas de la Provincia, rodeado de cariño fraterno. Les dije con el corazón lleno de gratitud:”No reconozco en mi, el menor derecho para todo esto: Al Señor, a la Virgen y a la Congregación sea toda la gloria.”

 

Conclusión

 

            El editor de estas memorias debe retomar las riendas para narrar lo que el “santo P.Toribio” como era llamado por todos los que le conocieron, sin excepción, no puede narrar: “el último viaje”.

            La vida del P. Toribio, sin dudarlo, fue un ejemplo diáfano de la permanente visibilidad de los rasgos de Jesús. Pero todas esas aguas cristalinas de su vida, que transparentaron al Amigo y Maestro que había invadido su vida, se remansaron como en un lago profundo, al llegar el momento de su definitivo encuentro.

            La Estrella Polar que siempre guió a Jesús para cumplir con infinita perfección la voluntad del Padre, fue también la guía que señaló el camino del P. Toribio. Cualquier situación por dura que fuese, no le arredraba si sabía que era la Voluntad  Divina. Así fue en sus últimas horas. Le pregunta una hermana enfermera de la clínica donde había sido internado:

  – ¿Cómo se encuentra?

  – Bien, bien. Cumpliendo la voluntad de Dios, ¿qué otra cosa puedo hacer mejor?

 

            Suben a superficie sus esencias claretianas. Así el P. Fernando Villa, testigo presencial, describe el final de una trayectoria ejemplar:

 

“Yo redacté en la misma habitación del sanatorio una improvisada fórmula de renovación de la profesión religiosa. No cuidé mucho la letra porque mi intención era leerle las frases que él habría de ir repitiendo. Pero enseguida se apoderó del papel y, con mi ayuda, fue leyendo aquella fórmula con el calor, la convicción y la decisión que le eran características. Todos estábamos impresionados por el calor, la vida y la fuerza espiritual que el P. Toribio ponía en estos momentos sagrados. Al terminar esta última Eucaristía celebrada, el enfermo rompió el silencio con esta acción de gracias: ‘Gracias, Padres y Hermanos. Así es la Gracia de Cristo. Esto es la Congregación que nos concede estas gracias’”.

   

            Coincido totalmente con la afirmación del conocido teólogo de la Vida Religiosa, José Cristo Rey García Paredes: “Es necesario que su figura, su espiritualidad sea presentada a la Congregación como modelo de identificación claretiana”.

            ¿El único modelo? Sin duda que hay variedad según las trayectorias que la vida hace recorrer. Pero todos coinciden en una vital y entusiasta identificación con el Carisma que el Espíritu Santo otorgó a nuestro Santo P. Fundador.

            Oportuna la bella parábola oriental:

 

            “Me levanto por la noche y digo: Hermosa la noche y sus luceros y su paz serena.

            Abro los ojos con el alba y pienso: Bella es el alba y su alegría y la vida que empieza a gorjear con las cardelinas y los verderoles. Y  concluyo diciendo:

    ¿Por qué me tengo que empeñar en partir en dos la belleza, cuando es una sola la hermosura?