San Juan de Ávila

SAN JUAN DE ÁVILA

Presbítero y misionero

 

Vida

Nació el 8 de enero de 1499, en Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Sus padres, Alfonso de Ávila (de ascendencia judía) y Catalina Gijón, poseían unas minas de plata en Sierra Morena. Empezó a estudiar leyes en Salamanca hacia 1513, pero lo dejó y se retiró a su pueblo natal para abrazar vida de penitencia. Marchó a estudiar artes y teología a Alcalá de Henares (Madrid) de 1520 a 1526. Allí conoció las diversas escuelas teológicas y filosóficas y ahondó en el conocimiento de las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia. Fue alumno de Domingo de Soto y trabó amistad con Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Granada. Al ordenarse sacerdote en 1526, celebró su primera misa en Almodóvar del Campo, vendió todos los bienes que le habían legado y repartió el dinero a los pobres, para dedicarse enteramente a la evangelización empezando por su mismo pueblo. Un año más tarde, se ofreció como misionero a Fray Julián Garcés, nuevo obispo de Tlascala (México), que habría de marchar para América en 1527 desde el puerto de Sevilla. Con este propósito viajó a la ciudad hispalense. Pero el entonces arzobispo de Sevilla, Alonso Manrique, frenó sus ansias misioneras, pidiéndole que abandonara su proyecto y evangelizase Andalucía, labor a la que desde entonces se dedicó de pleno y que le llevaría a ser llamado Apóstol de Andalucía.

Dejó muchos escritos. Un notable número de ellos, dirigidos a sacerdotes, se publicarían tras su muerte. Pero entre toda su actividad literaria, sobresale un célebre comentario al salmo XLIV Audi filia, et vide para Sandra Carillo, hija de los señores de Guadalcázar, convertida por él en Écija (Sevilla). El libro fue publicado en Alcalá de Henares furtivamente en 1556 y más amplia y autorizadamente en Madrid, en 1557. Esta obra puede considerarse un verdadero compendio de ascética y el rey Felipe II la tenía en tanta estima que pidió no faltara nunca en El Escorial. Asimismo, el Cardenal Astorga, arzobispo de Toledo, dijo de esta obra que con ella «había convertido más almas que letras tiene». Este opúsculo marcó positivamente la ulterior literatura ascética y lo prestigió de suerte que no hay en todo el siglo XVI autor de vida espiritual tan consultado como Juan de Ávila: examinó la Vida de santa Teresa, se relacionó frecuentemente con san Ignacio de Loyola, san Francisco de Borja, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ribera, fray Luis de Granada y muchos otros. Creó una verdadera escuela sacerdotal centrada en el misterio de Cristo y en la devoción a la Eucaristía, a la Virgen, al Espíritu Santo y a la Iglesia.

Pero su enorme celo y prestigio como predicador suscitaron tales envidias que algunos clérigos lo denunciaron ante la Inquisición sevillana en 1531. Desde 1531 hasta 1533, Juan de Ávila estuvo procesado por la Inquisición. Las acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos: llamaba mártires a los quemados por herejes, cerraba el cielo a los ricos, no explicaba correctamente el misterio de la Eucaristía, la Virgen había tenido pecado venial, tergiversaba el sentido de la Escritura, era mejor dar limosna que fundar capellanías, la oración mental era mejor que la oración vocal… Todo menos la verdadera acusación: aquel clérigo no les dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida clerical. Y Juan fue a la cárcel donde pasó un año entero.

Cuando llegó el juicio, le advirtieron que estaba en las manos de Dios, a lo que respondió: «No puedo estar en mejores manos». Nuestro santo fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a la verdad. Él no había querido reprobar a los cinco testigos que lo acusaban y la Providencia le proporcionó 55 que declararon a su favor.

El tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, al igual que lo hiciera con san Juan de la Cruz. En ella escribió el proyecto Audi Filia, pero sobre todo, como él nos cuenta, allí aprendió, más que en sus estudios teológicos, el misterio de Cristo. Al ser absuelto, lo más humillante fue la sentencia de absolución: «Haber proferido en sus sermones y fuera de ellos algunas proposiciones que no parecieron bien sonantes», mandándole bajo excomunión que las declare convenientemente, donde las haya predicado.

En 1535 marchó a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo y allí fue donde conoció a fray Luis de Granada. Organizó predicaciones por los pueblos andaluces (sobre todo por la Sierra de Córdoba) y consiguió muy sonadas conversiones de personas de alto rango. Entabló amistad con el nuevo obispo de Córdoba, Cristóbal de Rojas, al que dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo redactadas por su mano. Intervino también en la conversión del Duque de Gandía, futuro san Francisco de Borja, y del soldado y entonces librero ambulante Juan Ciudad, que llegaría a ser san Juan de Dios.

La definición que mejor cuadra a Juan de Ávila fue predicador. Éste es precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: mesor eram (fui predicador). El centro de su mensaje era Cristo crucificado. Predicaba tanto en las iglesias como en las calles. Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón. El contenido de su predicación era siempre profundo, con una teología muy escriturística. Pero ésta estaba sobre todo precedida de una intensa oración. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: «amar mucho a Dios». Su modelo de predicador era san Pablo, al que procuraba imitar sobre todo en el conocimiento del misterio de Cristo. Afirma su biógrafo el Licenciado Muñoz que «no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese», ya que su principal librería era el crucifijo y el Santísimo Sacramento.

Numerosos fueron los viajes y el ministerio que ejerció: Córdoba, Sierra de Córdoba, creando centros de estudios y dedicándose a la enseñanza del catecismo por los pueblos. Predicó también en Montilla y dio grandes misiones en Andalucía y parte de Extremadura y Castilla-la Mancha con 25 compañeros y discípulos. También evangelizó la comarca y la ciudad de Granada, donde conoció a san Juan de Dios y a san Francisco de Borja. La predicación, el consejo y la fundación de colegios, lo llevaban a todas partes, fomentando además la creación de seminarios conciliares, para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero. Su predicación evangélica iba siempre precedida por la meditación de la Palabra de Dios y la intensa oración. Fue profundo su tenor de vida humilde y su amor apasionado a Cristo crucificado. Además de los numerosos colegios que fundó, organizó la Universidad de Baeza (Jaén).

Enfermó en 1554, pero aún siguió en activo quince años. Empeoró visiblemente en 1569 y murió el 10 de mayo del mismo año en Montilla (Córdoba), donde está enterrado. En su última enfermedad se ofreció para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre había servido con desinterés. Cuando arreciaban más los dolores, oraba así: «Señor, habeos conmigo como el herrero: con una mano me tened, y con otra dadme con el martillo». Y se le oía rezar: «Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos». Santa Teresa, al enterarse de la muerte del Santo, se echó a llorar y, al preguntarle la causa de ello, dijo: «Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna».

En 1588, fray Luis de Granada recogió algunos escritos enviados por los discípulos y con ellos, y sus propios recuerdos, redactó la primera biografía del religioso manchego. En 1623, la Congregación de san Pedro Apóstol de sacerdotes naturales de Madrid inició la causa de beatificación. El 4 de abril de 1894, el papa León XIII lo beatificó; el 2 de julio de 1946 Pío XII lo declaró Patrono del clero secular español y Pablo VI lo canonizó en 1970.

Consideración claretiana

San Juan de Ávila fue, sin lugar a dudas, un gran maestro de evangelizadores cuyo ministerio y enseñanzas alcanzaron una rápida y permanente irradiación. Su vida y sus escritos influyeron notablemente, siglos más tarde, en san Antonio María Claret, quien leyó sus obras con fruición, llegando a citarlas expresamente en muchas ocasiones.

Lo que más sedujo al P. Claret fue el celo apostólico y misionero de san Juan de Ávila, según sus mismas palabras, indicando expresamente que «le movió siempre mucho» (Aut 228). Le produjo en particular una profunda impresión, tan acorde con su mismo espíritu, la pobreza y el austerísimo equipaje del apóstol de Andalucía (cf. Aut 229) y, como no podía faltar, su sabiduría y dotes para la predicación y su eficacísima destreza para la conversión de los pecadores (cf. Aut 230).

En su Autobiografía nuestro P. Fundador recoge un sabroso episodio ocurrido al santo en la ciudad de la Alhambra narrándolo así: «En tiempo que predicaba en Granada el P. Ávila, predicaba también otro predicador, el más famoso de aquel tiempo, y, cuando salían del sermón de éste los oyentes, to­dos se hacían cruces de espantados de tantas y tan lindas co­sas, tan linda y grandemente dichas y tan provechosas; mas, cuando salían de oír al P. Maestro Ávila, iban todos con las cabezas bajas, callando, sin decirse una palabra unos a otros, encogidos y compungidos a pura fuerza de la verdad, de la virtud y de la excelencia del predicador» (Aut 302).

Refiere también el P. Claret su asombro ante la conversión de muchas personas acaecida gracias al ministerio apostólico de san Juan de Ávila. Para ello subraya su carácter apocalíptico y cita el testimonio de fray Luis de Granada, testigo personal del siguiente acontecimiento: «Un día oíle yo encarecer en un sermón la maldad de los que, por un deleite bes­tial, no reparan en ofender a Dios Nuestro Señor, alegando para esto aquel lugar de Jeremías: Obstupescite coeli super hoc, y es verdad cierta que lo dijo esto con tan grande espanto y espíritu, que me pareció que [hacía] hasta temblar las paredes de la iglesia» (Aut 301).

Para el P. Claret era atractivo, por lo coincidente con su mismo espíritu, el gran esfuerzo y dedicación que el Maestro Ávila dedicó a la catequesis y a la educación, consciente de que «la buena educación, decía, y enseñanza de la doctrina cristiana es la fuente y raíz de todos los bienes y felicidades de una república, al paso que el educar mal a la juventud es envenenar las fuentes comunes» (Aut 280). Para ambos santos misioneros su predicación iba siempre seguida, además de largas horas de confesionario, de amplias explicaciones del catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de predicación.

En suma, las coincidencias que el P. Claret encontraba con el apóstol de Andalucía en sus ardores misioneros, estilo, procedimientos y materia de predicación, orientación popular y, en particular, su comprobada eficacia apostólica le despertaron desde el principio un gran afán no solo por leerlo y admirarlo (cf. Aut 300), sino sobre todo por imitarlo «porque su estilo es el que más se me ha adaptado y el que he conocido que más felices resultados daba. ¡Gloria sea dada a Dios N. Sr., que me ha hecho conocer los escritos y obras de ese grande Maestro de predicadores y padre de buenos y celosísimos sacerdotes!» (Aut 301).

BIBLIOGRAFÍA

  1. ANDRÉS MARTÍN, M. San Juan de Ávila. Maestro de Espiritualidad, Madrid 1997.
  2. BERMEJO, J. San Juan de Ávila y San Antonio María Claret, en El Maestro Ávila, Actas del Congreso Internacional, (Madrid 27-30 Noviembre 2000), pp. 861-888, Madrid 2002.
  3. BRUNSO, M. Pío XII y el Beato Juan de Ávila, Madrid 1952.
  4. DEL RIO MARTÍN, J. Espiritualidad sacerdotal en los escritos de S. Juan de Ávila. Espiritualidad del presbiterio diocesano secular, Madrid 1987.
  5. VV. San Juan de Ávila, maestro de sacerdotes. Encuentro-Homenaje de los sacerdotes españoles a San Juan de Ávila, Madrid 2000.