Ordenación episcopal de Claret

ORDENACIÓN EPISCOPAL DE CLARET

 

Datos históricos

El 11 de agosto de 1849, al bajar del púlpito, después de la última meditación de los ejercicios que estaba dirigiendo al clero en la catedral de Vic, el P. Claret recibió el aviso de presentarse inmediatamente al obispo Luciano Casadevall. Éste le entregó el oficio sellado en el que se le comunicaba que había sido nombrado Arzobispo de Cuba.  La reacción de Claret fue de estupor: «Me quedé como muerto» (Aut 495). Al día siguiente presentó su renuncia al nuncio Mons. Brunelli. Las razones eran claras. Se consideraba indigno y sin suficiente preparación. Creía, además, que no podía abandonar las obras recién fundadas: la Librería Religiosa y la Congregación. Y, por encima de todo, consideraba que el episcopado podría significar la muerte de su carisma misionero: «Así yo me ato y concreto en un solo arzobispado, cuando mi espíritu es para todo el mundo» (3, p. 314).

Ante las insistencias, comenzó un proceso de discernimiento. Oró con intensidad. Pidió el consejo de sus amigos Jaime Soler, Jaime Passarell, Pedro Bac y Esteban Sala. Siguiendo las razones que le dieron, aceptó el nombramiento haciendo suyas las palabras de María: «Ecce servus tuus, fiat in me secundum verbum tuum (He aquí tu siervo; se cumpla en mí según tu palabra)» (3, pp. 321-324).

Un año después tuvo lugar la consagración episcopal. Él mismo la narró así en su Autobiografía: «El día 6 de octubre de 1850, día de san Bruno, fundador de los Cartujos, a cuya religión había deseado pertenecer, día domingo primero de este mes de octubre; día del Santísimo Rosario, a cuya devoción he tenido siempre tan grande inclinación; en ese día, pues, fue mi consagración, juntamente con el S. D. Jaime Soler, Obispo de Teruel, en la catedral de Vich. Fue consagrante el S. Obispo de aquella diócesis, el ilustrísimo Sr. D. Luciano Casadevall, y fueron asistentes los Excmos. e Ilmos. Sres. D. Domingo Costa y Borrás, obispo de Barcelona y D. Fulgencio Lorente, obispo de Gerona» (Aut 499).

Mensaje espiritual

El modo como Claret entendió y vivió su ministerio episcopal se encuentra sintetizado en el escudo que él mismo dibujó. Lo explicó en una carta dirigida a una monja de Manresa, sor Dolores Sánchez: «El puente, el río y la cascada indican Sallent, mi patria; mi padre es de esta parte del río y mi madre de la otra, y esto simbolizan el sol, Claret, y la luna, Clará; el nombre de María mi origen espiritual, pues es mi madre, pues María es la patrona de la parroquia en donde fui bautizado… La hostia que tiene en el seno significa que es Madre de Dios y por la devoción que deseo tener al Santísimo Sacramento. La palma alude a san Esteban, patrón de la parroquia y mío; la azucena alude a san Antonio, a san Luis Gonzaga y santa Catalina de Siena, mis patronos» (3, p. 413). Conociendo la vida de Claret, cada una de estas alusiones está cargada de significado.

Todos los símbolos se completan con el lema paulino Caritas Christi urget nos (La Caridad de Cristo nos urge) que está escrito en la orla. Su interpretación fue ésta: «El lema quiere decir que no es el amor al oro, plata, etc. el que me impele a correr de una parte a otra del mundo, sino el amor de Cristo, como lo decía san Pablo» (3, p. 414).

Después de su consagración episcopal, el P. Claret se vio obligado a traducir su carisma de misionero apostólico en el ejercicio del episcopado. En su tiempo se consideraba, sobre todo, un honor y una dignidad. El obispo era, además, un funcionario burocrático. Él recuperó su sentido más genuinamente apostólico. En sus Apuntes de un plan para restaurar la hermosura de la Iglesia (1857) sintetizó su pensamiento sobre el episcopado. Ser obispo significaba para el P. Claret transformarse plenamente en Cristo, participar de su función santificadora como Pastor y Obispo de las almas y de su paternidad respecto de cada uno de los fieles. El obispo debía participar también del amor esponsal de Cristo a su Iglesia, que implicaba amarla, santificarla, embellecerla y dar la vida por ella.

Este modelo de episcopado es el que él practicó, sobre todo, durante los casi siete años en que fue pastor de la archidiócesis de Santiago de Cuba. Nada más llegar a la isla se lo dejó bien claro al Gobernador General don José Gutiérrez de la Concha: «El día en que vea que se pone el menor tropiezo a mi misión… ese día dejaré mi puesto y nada perderé por cierto en cuanto a mi persona, porque el carácter de misionero me basta para ser pobre, para amar a Dios, para amar a mis prójimos y ganar sus almas al mismo tiempo que la mía» (3, p. 485).

A diferencia de otros muchos obispos de su tiempo, encomendó a personas competentes el funcionamiento ordinario de la Curia arzobispal. Y él se dedicó de lleno a la evangelización, a través de las visitas pastorales a la diócesis, del continuo ejercicio del ministerio de la Palabra y de su preocupación por atender a las necesidades de los más pobres, sobre todo en el campo de la prevención y la educación. Rubricó esta entrega a su pueblo con la sangre derramada en el atentado de Holguín, el 1 de febrero de 1856.

            La etapa de Madrid, y los pasos por París y Roma, significaron una ampliación del ejercicio del episcopado como preocupación por la iglesia universal. Además de seguir con sus continuas predicaciones, incrementó el apostolado escrito, intervino en el nombramiento de obispos, participó en el Concilio Vaticano I y consumó la consagración episcopal entregando su vida gastada como oblación por toda la Iglesia en la soledad de Fontfroide.

BIBLIOGRAFÍA

  1. AGUILAR, M. Vida admirable del P. Claret, 2 tt., Madrid 1894.
  2. ÁLVAREZ GÓMEZ, J. Misioneros Claretianos. Retorno a los orígenes, Madrid 1993.
  3. EC, t. I, Madrid 1970.
  4. FERNÁNDEZ, C. El Beato P. Antonio María Claret, I, Madrid 1941.
  5. LOZANO, J. M.ª Una vida al servicio del Evangelio, Barcelona 1985.