Jesús Hernández

EL HERMANO JESÚS Mª HERNÁNDEZ, CMF

Pequeña historia de un buen samaritano

 

Ángel SANZ ARRIBAS, CMF

 

 

            Veía en cada persona a un hermano; amaba en cada hermano a un hijo de Dios; servía en cada hijo de Dios al mismo Cristo, que ya habrá cumplido en él su promesa: “Venid, benditos de Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me alojasteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y fuisteis a verme” (Mt 25, 34-36). Ésta es, en síntesis, la vida del Hermano Jesús Mª Hernández, CMF (9 de julio de 1908 – 2 de noviembre de 1995).

 

Ficha personal

 

Su nombre de pila era Jesús. Se sentía muy agradecido a Dios y a su familia por el regalo de este nombre. Al ingresar en la congregación claretiana, y dado que no aspiraba a ser sacerdote, se le reconocerá siempre como Hermano, un apelativo cargado de sentido evangélico. Le quedaba la oportunidad, que no desaprovechó, de añadirse el nombre de María el día de su profesión religiosa. Desde entonces será siempre el Hermano Jesús María. Así se firmaba. Esas tres palabras expresan, como una definición, lo que él quiso ser y vivir como religioso (si bien, casi todos se limitaban a llamarlo simplemente Hermano Jesús).

Nació en Salce, pueblecito zamorano en la frontera con Portugal, el 9 de julio de 1908; murió en Madrid el 2 de noviembre de 1995, cumplidos los 87 años. Fue un hombre sencillo, humilde, comunicativo, volcado a fondo en los demás, sobre todo en los más pobres, y muy especialmente en los enfermos.

En Colmenar Viejo (Madrid), donde pasó la última etapa de su vida (1968-1995), tiene dedicada una calle. Se ha publicado también su biografía en un librito de 125 páginas. Pero hay algo mucho más importante. Quienes lo conocieron y trataron llevan su recuerdo impreso –y ‘no con tinta’– en lo profundo del alma.

 

Un hogar ancho

 

Pertenecía a una familia numerosa. Sin embargo, él, con su comportamiento, había logrado romper las fronteras de la carne y de la sangre, y eran muchos los que le llamaban cariñosamente padre, tío o abuelo, según los casos, porque lo consideraban como un miembro más de la familia.

Era el último de catorce hermanos: nueve varones y cinco mujeres. Cuando Pilar, su madre, murió, a los 39 años, él tenía 16 meses, pero sus hermanas Emilia y Dolores trataron de llenar en lo posible aquella ausencia inesperada. Entre sus papeles, el Hermano Jesús guardaba copia de una carta que les escribió muchos años después: “Ambas me disteis todo el cariño como madres, me transmitisteis el cariño de tan buena madre como tuvimos”.

Y cuando Emilia, que superó los 93 años, cruzaba la barrera de los 90, recibió unas letras de su hermano y ahijado, ya veterano misionero, que la conmovieron vivamente: “Dicen que es muy difícil cuando se pierde una madre encontrar otra que pueda sustituirla, pues sí, querida hermana y madrina, yo tuve la suerte de encontrar una, que fuiste tú”. Y añadía: “A cuántos enfermos has visitado y asistido con cariño inigualable; cuántos días y noches perdidos, digo mal, bien empleados, pues lo que se hace por un hijo de Dios, a Dios se hace”. Este rasgo compasivo de su segunda madre le marcó fuertemente. Quien se dedicará de lleno a visitar y asistir enfermos, a atender a los débiles y necesitados, va a ser precisamente el Hermano Jesús. Con una entrega que le llevará siempre a desvivirse por ellos.

  • ¿Eso que hoy llaman la opción preferencial por los pobres?
  • Algo así.

 

Vocación

 

Pero no nos precipitemos. A los 9 años se traslada con su familia a Bañobárez, lugar aledaño a Ciudad Rodrigo (Salamanca), donde continúa su formación, se dedica a las faenas del campo y acompaña diariamente a su padre a misa por la mañana y al rosario por la tarde. A don Sinforiano lo recordó siempre con cariño y veneración: “Era mi padre y mi mejor amigo”. Por otra parte, sus hermanos se iban casando y desaparecían del pueblo. Quedaron solos los dos.

En su primera juventud lo vemos de director de una pequeña escuela de párvulos. Enseña a leer, a cantar, a rezar. Ejerce además de sacristán, y ya entonces presta atención a los enfermos. Antes de cumplir los 20 años se convierte en los ojos y las manos de la abuela Isabel, ya nonagenaria, que durante tres años va a encontrarse totalmente imposibilitada. Por aquel tiempo, reconoce, “no había viático o entierro a que no me llamaran”.

¿Y si todo aquello fueran signos de una vocación sacerdotal? El obispo de Ciudad Rodrigo, don Manuel López Arana, se entusiasma con aquel muchacho tan bueno, tan servicial, tan alegre, y le admite en el seminario en calidad de fámulo, para ayudar a los superiores, cuidar el establecimiento y ver, de paso, si se confirma su posible vocación sacerdotal. Inicia los estudios, contando para ello con todas las facilidades y ayudas por parte de los profesores, pero comprueba pronto que los latines no están hechos para él.

En Ciudad Rodrigo conoce a los Misioneros Claretianos, que allí tienen desde 1894 una fundación, dedicada sobre todo al apostolado itinerante. Eran directores espirituales del Seminario, y el joven Jesús se siente atraído por su forma de vida y pide ingresar en calidad de Hermano.

 

En la república

 

Mientras tanto, la tensión política entre los dos grandes bloques históricos que representaban las dos Españas habían crispado fuertemente la vida nacional. Y como se daba una clara implicación entre lo político y lo religioso, aquella crispación había alcanzado un tono emocional que resultaba muy peligroso. Por eso sufrió tanto en los años de la república. Su único lema era hacer el bien a todos. Al mismo tiempo se sentía obligado a defender pacífica pero valientemente su fe.

Siempre retuvo en la memoria algunos episodios significativos de aquellos años. Por ejemplo, cierto día de 1931 se corrió por la ciudad el rumor de que, aquella noche, unos descontrolados iban a prender fuego a la catedral y al Seminario. “Pues yo me quedo en el Seminario toda la noche”, decidió él. Y efectivamente, allí se quedó para afrontar con tres sacerdotes aquella delicada situación, rescatar la Eucaristía, dialogar con los posibles asaltantes, etc. Sus hermanas fueron llorando a pedirle que se volviera a casa, pero él no quiso y  permaneció vigilante toda la noche. Al fin todo quedó en un buen susto.

 

Novicio misionero  (1933-1935)

 

No le importó la tensión tan fuerte de aquellos años para tomar una decisión que podría acarrearle serios problemas. El 8 de julio de 1933 celebra en familia su 25 cumpleaños, que él convierte en fiesta de despedida. Cuatro días después ingresa en el Noviciado claretiano de Salvatierra de Álava. El cambio era brusco. De ser un muchacho activo, que se había hecho casi imprescindible en casa, en el Seminario, entre los enfermos; que se sentía buscado y aun admirado por todos, a convertirse en simple aspirante a  misionero, entre chicos más jóvenes que él, pasando así al anonimato y a la monotonía de una vida bien regulada, el salto era casi mortal. Durante algunas semanas llega a cuestionarse si no habrá confundido el camino.

            Allí tiene como Maestro espiritual al P. Toribio Pérez, a quien quizá veamos algún día en los altares. El ejemplo de aquel hombre marca profundamente su vida. Y las sabias orientaciones que de él recibe le llevan a un discernimiento vocacional que no dejará ya el menor resquicio a la duda: “Si mil veces naciera -confesará más adelante- no dudaría: las mil volvería a ser claretiano”.

            Siendo todavía postulante, vivió con intensidad la beatificación del Padre Claret, que tuvo lugar el 25 de febrero de 1934. El testimonio del Fundador, ya lo veremos, va a ser una de las referencias clave de su vida.

En la fiesta del Carmen de 1935 emite por primera vez sus votos religiosos. Antes ha escrito a su padre, ya anciano y achacoso, pidiéndole su bendición. Lo mismo hace con su querido obispo de Ciudad Rodrigo. La respuesta de ambos, que guardaba como un tesoro, es no sólo afirmativa  sino profundamente entrañable. Un amigo sacerdote llega a escribirle: “Te auguro tu felicidad eterna y también temporal”. ¡Nada menos! Pero está visto que el corazón es profeta. El Hermano Jesús había puesto la mano en el arado y, con la  ayuda de Dios, estaba decidido a no volver nunca la cabeza atrás.

 

Primeros destinos: Beire y Portugal (1935-1938)

 

Inmediatamente después de su primera profesión es destinado a Beire, pueblecito minúsculo de la ribera navarra, donde los misioneros habían establecido su colegio filosofado. Iba a las órdenes del Hermano José Mendióroz, enfermero con 43 años de experiencia, a quien las crónicas llaman “ángel de la caridad y exquisito como una madre”. Ambos congeniaron profundamente.

Por lo demás, fue un tiempo de mucho sufrimiento. La Guerra Civil, que se inició el 16 de julio de 1936, iba a sembrar de sangre gran parte del territorio nacional, y se convertiría para la congregación claretiana en la mayor tragedia de su historia. Seminarios enteros como los de Barbastro y Cervera conocieron la tortura y el exterminio; muchas de las 272 víctimas que llegó a contabilizar el instituto claretiano eran muchachos, contemporáneos del Hermano Jesús.

Él, entre tanto, continuaba con su misión de servicio en la enfermería. Los enfermos y el resto de la comunidad estaban encantados con él. Pero los superiores no tardaron en requerir­lo para un destino más delicado.

  • ¿Estás dispuesto a ir a Portugal?
  • ¿Cómo no?

La verdad es que estaba dispuesto a todo. Le ilusionaba “ir a misiones” y así lo expresó después a dos superiores generales, padres Felipe Maroto y Nicolás García, pero los dos le respondieron lo mismo: “Tu misión esta aquí, con los jóvenes misioneros”. Y no volvió a mentar el asunto. Lo que ahora le proponían era, al fin y al cabo, un destino menor.

Así pues, el año 1937 llega a San Antonio de Serem, en Mouriscas de Vouga, del que guardará siempre un recuerdo idealizado por la experiencia tan gozosa que vivió en él. Había que oír su descripción y su capacidad de ilusión en la misión que tenía encomendada; ese entusiasmo iluminaba y embellecía el paisaje que tenía delante.

Su estancia fue breve: año y medio. España seguía en plena guerra civil. Y su situación militar se había complicado. Llegaron a considerarlo fugitivo y corría el riesgo de ser recluido en un campo de concentración.  Así es que, para evitar males mayores, recibió órdenes de volver a España cuanto antes. Un día de septiembre de 1938, después de despedirse de la Virgen de Fátima, emprende el camino de regreso.

El hermano Jesús recordaba el nombre de todos los que intervinieron en solucionar su problema. Ya se sabe: el que le había hecho un favor pasaba al archivo y no había quien lo borrara. Afortunadamente, todo concluyó mejor de lo que él mismo hubiera soñado.

“Cuando, después de varias peripecias, ya iba a Salamanca para entregarme -recordaba muchos años después- recé un padrenuestro y tres avemarías. Tras muchas vueltas y revueltas, me preguntaron: ¿Dónde le interesa cumplir el servicio? Les dije: en Segovia, en el hospital militar”.

Y allí le mandaron. En Segovia permanecerá hasta 1944.

 

En Segovia, un todoterreno (1938-1944)

 

En la ciudad del Acueducto, no hacía noventa años que el padre Claret había dirigido Ejercicios a los sacerdotes y al pueblo, había dado en la catedral una misión popular concurridísima y había predicado varias veces en numerosos conventos y asociaciones. Allí, todo, hasta las piedras, evocaba en nuestro Hermano la pre­sencia y la acción apostólica del Fundador.

A partir del 6 de octubre de 1938, se dedica a atender a los soldados prisioneros. Hacía por ellos todo lo que podía: los curaba, los orientaba, les daba clase, les ayudaba a solucionar sus problemas y, sobre todo, les hablaba de Dios. Compartió con ellos muchas penas y algunas alegrías. Medio siglo después, todavía llevaba dentro, con dolor, el interrogan­te sobre algunos “cambios de destino”.

Terminado el servicio, el 14 de mayo de 1939, se incorpora de lleno a la comunidad dispuesto a afrontar todo lo que se le ponga delante. En sus mejores años, nuestro buen Hermano era una imponente humanidad que hacía gemir a la báscula con sus 110 kilos de peso.

  • ¡Por ahí viene el hermano Jesús!

 

No había duda: avanzaba como un buque de gran calado, escorando suavemente a babor y a estribor, siempre hacia algún puerto cercano, porque en cada esquina encontraba algo que hacer. Era enfermero, director de cocina y sacristán. En casa le llamaban cariñosamente el coronel, porque mandaba mucho (lo recordaba él mismo riendo). Lo cierto es que cumplía su tarea y aún le sobraba tiempo para echar una mano a quien lo necesitara.

Asistió a la fundación de la primera escueli­ta, germen del gran colegio que vendría des­pués. Allí trató a Fortunato Martín, un chico excepcional que se hizo luego abogado de los pobres en Segovia y murió joven. Este muchacho, de quien, por cierto, se publicó una biografía, era íntimo del hermano Jesús. Pero hay que añadir que conocía y quería a todos, uno por uno, como si fueran hijos suyos.

En el servicio del culto se sentía como pez en el agua. Más si cabe en aquella iglesia frecuentada en tiempos por el P. Claret y que con­servaba aún la tribuna en la que el santo había orado largamente. Consta además que, a imitación del Fundador, ponía un esme­ro muy especial en las celebraciones eucarís­ticas y marianas.

Una fecha imborrable para él fue la solemnísima consagración de Segovia al Inmaculado Corazón de María. Otra gran efeméride sería su profesión perpetua hecha el 16 de julio de 1941. Él mismo la cali­ficó de “grandiosa”. Y lo fue de veras: por el tamaño de su ilusión; por la participación de tantos hermanos de comunidad y por la presencia de María, su hermana pequeña. Con esta ocasión, el obispo don Manuel López volvía a felicitarlo: “Con motivo de su solemne profesión reli­giosa, pido al Señor […] le conceda toda clase de gracias eficaces para ser muy fiel a su nuevo estado”.

Aún hay una tercera fecha marcada en rojo en el calendario íntimo del hermano Jesús. El 4 de noviembre del mismo año 1941 muere santamente su buen padre en el pueble­cito salmantino de Valdecarpinteros. Había lle­gado a los 75 años como un patriarca, purificado por muchas cruces, confortado por la fe y con el gozo de haber dejado tras de sí la estela de una familia numerosa y ejemplar. El Hermano Jesús sólo llegó al entierro, él, que había aliviado a tantos enfermos y asistido con el mayor cuidado a tantos moribundos.

En casa le encargaron la economía durante la enfer­medad del ecónomo oficial. Esto le dio una nueva oportunidad de manifestar su gran corazón. Como los años eran duros para todos, se propuso favorecer a los monasterios de clausura y a otras comunidades necesitadas. Para ello, sacó a sus hermanos religiosos cartilla de fumador, y luego, como ninguno de ellos fumaba, cambia­ba el tabaco por harina. Así podía ayudar a los más pobres.

En 1943 la situación de necesidad llegó a tal extremo que peligraba la continuidad de los seminarios claretianos. Abundaban las voca­ciones pero escaseaban los recursos. El Superior provincial llegó a preguntarle si estaría dispuesto a ir por tierras de Salamanca en plan mendicante. La respuesta estaba dada de antemano. “Muy bien -añadió el P. Cándido Bajo- pero antes aproveche para hacer Ejercicios espirituales”.  “Hice unos buenos Ejercicios -comenta­ba el protagonista- pero luego no fue necesa­rio salir”.

 

Beire, en tiempo de penuria  (1944-1950)

 

            Se hallaba perfectamente encajado en Segovia, cuando en agosto de 1944 recibe un nuevo destino: debía volver a Beire como enfermero del Filosofado. Años difíciles, porque entonces mismo se declararon unas fie­bres tifoideas que afectaron a dos tercios de la comunidad. Las veinticuatro horas del día se le hacían cortas para atender a tanta gente.

            Además, las carencias de la posguerra tuvie­ron como secuela algunos casos de tuberculo­sis y la muerte de dos jóvenes seminaristas por quienes se desvivió como una madre y a quie­nes lloró luego como un niño. Uno de ellos, Alfredo Cañas, le despidió con un abrazo momentos antes de morir y dejó en la mesilla de noche dos preciosas cartas de despedida: una para la comunidad y otra para su madre. El Hermano Jesús no lo olvidaría nunca.

            De los mayores, recordaba especialmente a quienes había atendido en su fase terminal. Por ejemplo, al P. Manuel Arriandiaga, escritor y profesor de teología moral: “Qué finura espiritual, qué temple y, sobre todo, que entrega”.

            Por entonces conoció al P. José Fogued, Prefecto Apostólico de la misión claretiana en China. El hermano Jesús sorbía las palabras del misio­nero. Pero hubo algo que le llamó especialmente la atención. Allá, en Tunki, un médico joven, José María Torres, hermano suyo como religioso y colega como sanitario, estaba reali­zando una misión impresionante con el pueblo, sobre todo mediante la escuela de enfermería que había fundado, además de curar personal­mente a abrumadoras muchedumbres de enfer­mos y heridos. La gente tenía en él una con­fianza ilimitada. Le llamaba Doctor Tu-yo joa (Torre hermosa de oro).

            Otro recuerdo muy distinto fue la visita a Beire de la imagen de la Virgen de Fátima los días 29 y 30 de abril de 1949, acogida por el pueblo con una fe sencilla y vibrante. Era como si a los diez años de  su vuelta forzosa a España, después de acercarse al santuario de Fátima para dar su adiós a nuestra Señora, la Virgen le devolviera la visita.

            Allí, en Beire, vivió también el primer centenario de la Congregación (1949), en el que tuvo buenas oportunidades de pasar por el corazón, que eso es recordar, todo aquello que le per­mitía “volver a los orígenes”, por decirlo con una expresión del Vaticano II. Y por último, la canonización en Roma del Fundador. Por expresa invitación de los superiores y con gran ilusión por su parte pudo ser testigo direc­to en el Vaticano de este acontecimiento, en el que disfrutó lo indecible. Allí escuchó en la voz de Pío XII esta bella síntesis de la vida de Claret: “Alma grande, nacida para ensamblar contrastes. Pudo ser humilde de origen y glo­rioso a los ojos del mundo. Pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante. De apariencia modes­ta, pero capacísimo de imponer respeto a los grandes de la tierra. Fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la actividad y de la penitencia. Siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior. Calumniado y admira­do, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como una luz suave que todo lo ilu­mina, su devoción a la Madre de Dios”.

 

 

Un calceatense más (1950-1968)

 

            Su nuevo destino fue Santo Domingo de la Calzada. Allí permanecerá dieciocho años. ¿Su misión? Evidentemente, los enfer­mos. Más adelante le pedirán que sirva tam­bién al culto en la iglesia.

            La atención a los enfermos en un centro tan numeroso requería una dedicación permanente. Manejaba con la misma destreza la jeringuilla, la escoba y la sartén. Hay que añadir que también hacía de dentista. En Santo Domingo atendió bastantes casos extremos. Era entonces cuando se superaba a sí mismo dedicando horas y horas de su descanso nocturno a quienes necesitaban un cuidado especial.

            Baste recordar a Jacinto Larrión, joven seminarista, que le tuvo clavado en la enfermería durante varios meses. En 1951, este muchacho tocaba con la mano el momento de su primera misa. Su ilusión misionera era enor­me y se había polarizado ya en Guinea, adon­de soñaba partir en cuanto recibiera el sacerdocio. Fue una enfermedad durísima que le hizo descubrir otra forma imprevista y terrible de ser apóstol, la de Cristo en la Cruz. El Hermano Jesús recordó hasta el fin a todos y cada uno de ellos, con su nombre y con su historia detalla­da en la que sólo tenía memoria para lo bueno.

            Todavía en Santo Domingo, el 8 de febrero de 1956, vivió nuestro hermano una experien­cia familiar muy dolorosa: la muerte de su hermana María, con quien había compartido muchas peripecias y no pocas emociones.

            Durante muchos años vivió casi como un monje, absorbido por su responsabilidad como enfermero. Sin embargo, su presencia se hacía sentir fuertemente en la ciudad. Hacía lo que podía, prefiriendo siempre a los más necesitados y poniendo en ello toda el alma.

            “Si no estaba el médico -recuerdan los calceatenses- acudíamos a él”. También se ofrecía a amortajar a los difuntos, especialmente a los mendigos. Acudía a los funerales y a los entierros, acompañando a todos en la oración y teniendo para los fami­liares una palabra de consuelo y esperanza. Por lo demás, los pobres no se iban de vacío cuando se encontraban con él.

            Imposible traer ahora la lista de su “familia calceatense”. Baste recorder a uno de los más íntimos, Alberto Capellan, muerto con fama de santo el 24 de febrero de 1965 y cuyo proceso de canonización está en marcha. Alberto era adorador nocturno en la iglesia de los misioneros, donde además encontraba habitualmente a su director espiritual. Su relación con el hermano Jesús fue constante y fraterna a lo largo de quince años.

 

Vivo o muerto seguiré en Colmenar (1969-1995)

 

         En 1968 el hermano Jesús fue destinado al Seminario claretiano de Colmenar Viejo, Madrid, donde pasará los 27 últimos años de su vida. Su partida de Santo Domingo fue noticia en la prensa riojana. Apenas volvió a la ciudad del Santo tras su destino a Colmenar. Eso sí, no faltó al funeral de una mujer humilde, Pilar Rodríguez, que había sido demandadera muchos años en el Colegio Menor. Al terminar la Eucaristía pidió permiso para decir unas palabras, que le salieron del corazón y emocionaron fuertemente a todos.

            En Colmenar encuentra a otros claretianos mayores y atiende a todos los miembros de la comunidad que necesitan sus servicios, incluidos los estudiantes de filosofía que aquel año superan el centenar. Sin embargo, sigue colaborando en el servicio del culto, en la portería, en la cocina y en cualquier lugar donde entienda que puede ser útil. No vamos a repetir lo ya dicho sobre su dedicación a los enfermos. No era en él un oficio o una encomienda: era una vocación.

            Como el tiempo no pasa en vano, en 1977 nace en la casa una nueva comunidad que atenderá a quienes precisen cuidados especiales dentro de la Provincia. Queda entonces liberado de las tareas de enfemero, pero se propone visitar asiduamente a aquellos hermanos, manteniendo una relación cordial y fraterna con cada uno de ellos.

            Durante sus veintisiete años de Colmenar son 51 los claretianos que mueren en la casa. Siempre los llevará muy dentro, y de vez en cuando disfrutará evocando su imagen como quien repasa despacio un álbum de familia. Recuerda, por ejemplo, al veterano hermano Marcos de la Iglesia, celebre misionero en Guinea Ecuatorial; al Paulino Aguilar, único sacerdote claretiano que pudo mantenerse en Cuba durante los años más duros del castrismo. O se emociona recordando al único representante de la generación joven, el filipino Bobby Juaton, muerto en accidente cuando ya estaba a punto de recibir el diaconado, y que había escrito en sus notas: “Señor, guíame siempre, para que mi vida esté dedicada al servicio de la misión que tú me has confiado”.

            Todo esto se lo comentaba a un hermano, que terminó preguntándole: “Y tú, ¿cómo sigues?”. (Estaba en ayunas, su estómago aquel día no le toleraba alimento). “Aún voy a dar mucha guerra, ya verás” fue su respuesta. En ese momento suena el interfono de la puerta y se incorpora para contestar. “Voy a bajar un rato a atender la portería”.

            ¿Cuántas horas dedicó a cada uno de estos hermanos que, a unos metros de su habitación, ponían la cruz como quien pone la rúbrica a su larga o corta vida misionera? Cuando es liberado de su responsabilidad directa como enfermero, puede ensanchar notablemente el campo de su actividad fuera de casa. Su don de gentes, la calidad de su aco­gida y su capacidad de escucha le van a permitir prestar múltiples servicios desde la iglesia, la portería, el teléfono y en la acción directa con todos. Entraba en las casas con saludos de paz y la paz solía quedarse a su salida, pero llevaba tanta que nunca se le gastaba por mucha paz que repartiera. Se podría confirmar lo dicho con muchos ejemplos: su amigo Mariano, paralítico total por culpa del aceite de colza; o Pablo, joven padre de familia enfermo de cáncer, por quien ofreció su vida; tantos ancianos… Su visita era para todos. Así lo expresan gráficamente,  como una bocanada de aire fresco en verano. Su ofrecimiento era bien conocido: “Llamadme siempre; aunque me encuentre en Pekín, yo iré”.

            Cabría mencionar reiteradas muestras de gratitud por parte del pueblo, como las que inesperadamente le otorgaron el Sindicato UGT, la Asociación Cultural “Pico de San Pedro”, o el mismo Ayuntamiento, que puso su nombre a una calle próxima a la residencia de los claretianos, como ya queda dicho.

 

 

El enfermero enfermo

 

            A finales de marzo de 1994 recibe la voz de alarma. El doctor calcula que le quedan seis meses de vida; no cuenta con esa medicina eficaz que el hermano Jesús reserva para estos casos: sus enormes ganas de vivir. A veces empleaba un eufemismo para hablar de su enfermedad: “Me parece que el bicho está dormido”, o “está despertando otra vez”. El Hermano sigue atendiendo a la iglesia, al teléfono, a la cocina; ayudando a gente necesitada, confortando a muchos. Espiritualmente, se sentía impulsado a decir un sí pleno a Dios. Canturreaba con frecuencia: “Si vivimos, vivimos para Dios; si morimos, morimos para Dios. En la vida y en la muerte somos de Dios”. Y saboreaba despacio la oración de Charles De Foucauld que tantas veces había repetido y que se sabía de memoria: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy las gracias…”.

            En su noche espiritual le conforta la experiencia de Jesús: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, y enseguida: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. También le consuela oír estas palabras de Teresa de Lisieux a su hermana Paulina tres meses antes de morir: “Decid muy claramente que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, yo seguiría teniendo la misma confianza. Sé que toda esa muchedumbre de ofensas sería como una gota de agua arrojada en un brasero encendido”. Esta frase, leída por un hermano de comunidad, le permite respirar hondo. “A ver, léemelo otra vez; muy despacio”.

 

 

 

 

Vuelve al Padre

        

         El 21 de ese mes de octubre recibe la Unción y, muy emocionado, pide perdón a Dios y a los hermanos por todas sus faltas. Algunos de los presentes se sienten impulsados a dar gracias a Dios “por el regalo que nos ha hecho con la vida y el testimonio del Hermano Jesús”.  El 23, en medio de un dolor atroz provocado por el cáncer, necesita ser trasladado a un hospital. La vida se le va a chorros. Al marchar, no olvidó su familiar bolsa de plástico con rosarios y crucifijos: eran sus regalos. Al enterarse de que la doctora era creyente le entrega una medalla especial con la efigie de Cristo, un rosario y tres estampas. Era casi un automa­tismo misionero en él y no le falló en aquel momento.

            En la madrugada del 29 tuvo un detalle muy suyo. Estando ya sedado, oyó tres veces el quejido de un enfermo próximo a su habitación. Hizo una señal con la mano y preguntó como pudo a su acompañante: “¿No oyen a ese hombre?”. Fueron sus últimas palabras inteligibles. Ese oído finísimo para percibir el dolor ajeno y ese esfuerzo imposible por aliviarlo son quizá el mejor símbolo de lo que había sido su vida. El 2 de noviembre, a la 1.40 de la madruga­da cerró los ojos, acompañado por el P. Ildefonso Murillo, que le dio la absolución en ese último trance.

            Trasladado a Colmenar Viejo, fue amortajado con la sotana claretiana sobre la que destacaba, como queda apuntado, la medalla de la Virgen de los Remedios. El féretro tuvo que ser ex­puesto en la iglesia. Cualquiera de las habita­ciones contiguas hubiera resultado pequeña como capilla ardiente.

 

Como una gran familia

 

            Al despertarse, supo Colmenar que el hermano Jesús había muerto. Era jueves, día de los difuntos. Una peregrinación de amigos se acercó a la comunidad claretiana para rezar por aquel hombre bueno. Y casi todos repetían lo mismo: “Es que, ¿,sabe usted?, el Hermano Jesús era de la familia”.

            Y recordaban con emoción lo que aquel hombre había significado para cada uno de ellos. “El herma­no Jesús, / la noche de las ánimas, / ha dejado su arcilla / en la tierra varada / y se ha marcha­do al cielo / con su sonrisa blanca”, escribía Juan Jusdado, amigo y poeta, ese mismo día: “Siento con su partida / un vacío en el alma. / Era como una puerta, / una ventana mágica / que había en Colmenar / abierta a la esperanza…” Era la traducción poé­tica de aquel mar de sentimientos remansados, en un romancillo hecho a la medida del amigo, del hermano de todos. 

            La misa exequial, concelebrada por un centenar de sacerdotes, fue presidida por el obispo de Segovia, Padre Luis Gutiérrez, CMF. Al término de la celebración se escucharon varios mensajes y un soneto de Ángel Ferrero, en el que se decía: “Se me quiebra la voz. Era mi amigo./ Era un regalo tuyo, bien lo sabes, / y has dispuesto llevártelo contigo”.

            Finalmente pudo oírse su propia voz, grabada cuando estaba herido de muerte, para que sus amigos enfermos, que echaban de menos su visita, tuvieran el consuelo de escuchar en aquellos días una palabra suya. En ese mensaje nos daba a todos, sin pretenderlo, su testamento espiritual. Cuando se inició la procesión para el sepe­lio, resonó en la iglesia la canción del P. Luis Irruarrízaga entonada a cuatro voces por los concelebrantes: “Quiero, Madre, en tus brazos queridos / como niño pequeño dormir…”.

            No faltó la representación de otros lugares, sobre todo de Santo Domingo de la Calzada, aunque habían pasado ya 27 años desde su traslado. Hubo de celebrarse otra eucaristía en la parroquia de la Asunción.

 

 

 

Sencillamente humano

 

         Dibujamos ahora brevemente los rasgos de su fisonomía humana y espiritual. Cuidando, eso sí, de no mitificar al personaje, olvidando aquella figura apaisada, popular y entrañable que muchos pudimos conocer.

            Lo primero que se advertía en é1 era su gran humanidad. Parecía un Juan XXIII encuadernado en rústica. Por humano, era enormemente vital. Le encantaba alentar la vida en todas sus manifestaciones. Las plantas y los canarios eran un símbolo. Lo que a él le gustaba ante todo era “la gente”. Quería a todos y se volcaba en servirlos con sencillez por una necesidad psicológica, innata diríamos, potenciada y cualificada fuertemente por su visión de fe, ya que en cada persona descubría siempre a un hermano. Le impresionaban mucho las palabras de Jesús: “Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.

            De ahí nacía su tendencia a la relación personal. Una anécdota: Estuvo unos días internado en el hospital Ramón y Cajal de Madrid, y se hizo amigo de toda la planta, sobre todo de los enfermos más graves. Tras su marcha, un enfermo cayó con síntomas preocupantes. Al final, el diagnóstico del médico fue: “Ya se, ya sé: se te ha marchado el amigo”. Tuvo que volver el Hermano, visitar a aquel buen amigo y alentarle como él sabía hacerlo, con lo cual desaparecieron los síntomas.

            ¿Cuántos amigos tenía? Imposible calcularlo. Su familia era casi tan grande como su corazón. En su lista había de todo: enfermos, parados, pobres, sacerdotes, familiares, religiosos, religiosas, médicos, soldados. Creyentes o no. De cualquier edad e ideología. Pero, cuidado, ninguno se confundía con otro; todos eran únicos para él. ¿Habrá que insistir en que, como humano, tenía limitaciones y defectos? El hermano Jesús se sabía imperfecto y a la vez muy querido por Dios. Su tipo psicológico tendía al “ordeno y mando”, pero era muy consciente de ello y sabía quedarse con el lado positivo: ceder en lo secundario y mantener lo fundamental; decir no sólo cuando era la única forma legítima de decir sí.

 

Al estilo de Claret

 

         La vida de Claret lo había marcado. Veía en él al apóstol de la pala­bra, que predicó no menos de 25.000 sermones (llegó a hacerlo doce veces en un solo día); al apóstol de la pluma, con 121 títulos y mas de doce millones de volúmenes editados (uno de sus libros ha alcanzado más de 300 ediciones); al fundador de institutos religiosos y de obras apostólicas y de promoción social; al apóstol de Cuba, de Canarias y de España entera; al gran perseguido del siglo XIX, con 14 atentados conocidos, y que termina muriendo en el destierro.

         “¡Que pequeño se siente uno!”, solía decir nuestro Hermano contemplando aquella imagen casi de tamaño natural que había ido a parar a su habitación y con la que se topaba en cuanto abría la puerta. Aunque todavía admiraba más si cabe la dimensión contemplativa del santo misionero: “un hombre siempre en la presencia de Dios”, como había escuchado decir en Roma a Pío XII con motivo de la canonización. En realidad, estaba convencido de que no hay misión sin contemplación ni contemplación sin misión. Y se sentía hermano de los misioneros que trabajan en las cinco partes del mundo.

            Por eso le gustaba tanto la llamada “definición del misionero” que el padre Claret dejó en herencia a los suyos y que viene a ser la radiografía espiritual del Fundador. Un texto vivo, exigente, que el hermano Jesús leyó y escuchó una y otra vez hasta aprendérselo de memoria.

 

Hermano de mártires

 

         Un nuevo dato que es obligado resaltar en su vivencia misionera: la vinculación espiritual con sus hermanos mártires. Gracias a ellos descubrió la dimensión martirial de la vida misionera. Ya recordamos la impresión que le produjo en su momento la noticia de los 272 claretianos asesinados a lo largo de la Guerra Civil española. Pues bien, todavía llegó a tiempo de cele­brar, cincuenta y ocho años después, la beatificación de un nutrido grupo, el seminario de Barbastro, formado por 51 misioneros, casi todos más jóvenes que el. El testimonio de aquellos hermanos formaba ya parte de su vida.

         Algunos casos de estos jóvenes le conmovían profundamente. Así, el de Rafael Briega, que había aprendido el chino para poder ir a la misión de Tunki y ahora cambiaba gozosamente sus proyectos por el privilegio del martirio. O el de Ramón Illa, un estudiante superdotado en filosofía, en teología, en litera­tura, que escribió a su carta-testamento en la que decía a su familia: “Al recibir estas líneas canten al Señor”; frase que Juan Pablo II insertó en la homilía de su beatificación. Y, por su puesto la emotiva carta del joven Faustino Pérez en la que se despedía de la Congregación.

Quienes conocen al hermano Jesús pueden sospechar la conmoción que esta historia tan cercana a su vida produjo en él y la sana envidia con que miraba a aquel grupo de elegidos, hermanos suyos, que llegó a la meta por el atajo del martirio. Todo esto le ayudaba a descubrir el sentido de su vocación apostólica con la que se sentía cada vez más identificado.

 

La Virgen del Corazón

 

         En la raíz de esta identidad misionera estaba su vivencia cordimariana. Le encantaba su título de misionero hijo del Inmaculado Corazón de Maria porque era mucho mas que un título, porque estaba lleno de contenido para él.

            En un librito que recoge de forma anónima 72 experiencias de espiritualidad mariana, se lee esta expresión suya: “El Corazón de María es para sus hijos el horno en el cual se incendia nuestro amor a Dios y a ella; es también el refugio de nuestro pobre corazón. María es la formadora de Jesús y de los hermanos de Jesús, de los Apóstoles”. Decía también: “Vivo en la espiritualidad cordimariana que me enseñaron en la congregación. La Virgen es la Madre; toda corazón, entrega, don, servicio por parte de ella y amor de hijos por parte nuestra”.

            Era un gozo oírle cantar con aquel vozarrón suyo tan penetrante la vieja canción claretiana: “Hijo soy y he de ser siempre del Corazón de María”. Por lo demás, sabía muy bien que la devoción mariana que no se traduce en vida es sólo un fuego de artificio.

            En sus Bodas de Oro como claretiano renovó la profesión con una fórmula compuesta para ese momento. En ella decía: “… Con la ilusión de la vez primera y con la seguridad de la experiencia, amasada de alegrías y dificultades … y acompañado por tantas y tantas personas que han pasado por mi vida, renuevo mi consagración a Dios, que ya fue definitiva, pero que quiero hacer nueva y presente hoy. Y también me entrego al servicio especial del Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen Maria, a quien amo y sirvo”.

            Mientras pudo, todas las mañanas madrugaba para peregrinar a la ermita de la Virgen de los Remedios, Patrona de Colmenar,  a cuatro kilómetros de su residencia claretiana, rezando el rosario, para estar de vuelta a la primera oración de comunidad. Y es esta gente la que se mueve para que le pongan la medalla de la Cofradía de la Patrona, medalla que él llevaba con orgullo y que le llegará a acompañar en el último viaje.

            Cuando en las últimas semanas sus más ínti­mos iban a visitarle o le llamaban por teléfono, solía despedirse invitándolos a rezar el avema­ría. Y ponía un énfasis especial en las últimas palabras: “Ahora y en la hora de nuestra muerte”. Esto lo hizo más de una vez con su hermano Pepe, un bienaventurado que participaba de sus mismos sentimientos y que se le adelantó en la partida muy pocos meses.

            Su condición de misionero hijo del Corazón de María lo llenó siempre de alegría y lo confortó vivamente en el último trance. Ya al celebrar el sesenta aniversario de su profesión, tuvo unas palabras espontáneas de gratitud a todos y, entre otras cosas, dijo: “He sido feliz en la congregación claretiana en la que he vivido y en el seno de la cual deseo morir. Te doy gracias, Señor, por haberme llamado a ser siervo tuyo”.

 

La raíz, el centro y la fuente

 

           Pero la pasión de su vida tenía un nombre concreto: Jesucristo, el misionero del Padre. Guardaba con Cristo una relación sencilla y muy cordial: de hermano, de verdadero amigo. Él le había llamado, y a él trataba de responder con fidelidad, sobre todo a través de la Eucaristía. De siempre le había impresionado la vida eucarística de Claret, a quien el 26 de agosto de 1861 le fue concedida “la gracia grande” de conservar las especies sacramentales de una comunión a otra. Ahí es donde el mismo quería alimentar su vida misionera. ¿Cómo? Ante todo, por medio de la oración vocal, que era lo suyo: “Yo rezo mucho; me gusta rezar”. Pero a veces olvidaba las fórmu­las y hablaba con Cristo de tú a tú exponiéndole lo que llevaba dentro. Cuando a cualquier hora pasaba ante la capilla de la comunidad, entraba un momento, hacía una genuflexión lenta ante el altar y decía al Señor su palabra, sin encender la luz y, por tanto, sin percatarse de que a veces alguien le estaba oyendo a dos pasos. Tampoco le importaba demasiado. Su último Lunes Santo, 17 de abril, entró en la capilla y vio que otro estaba allí haciendo ora­ción. Le miró y le dijo:

  • Primero voy a saludar al Señor; luego, a mi hermano.

      Se acerca al altar y se pone a decir en voz alta:

  • Ya sabes, Jesús, que soy un pobre y que quiero ser bueno. Ayúdame.

 

            Va entonces hacia el hermano, que se adelanta a preguntarle: “¿Qué tal estas?”. “Pues mira, bien, esta pierna está muy rebelde, pero ya se arreglará. Y, si no, que sea lo que Dios quiera. Yo le ofrezco todo por los misioneros para que la predicación del evange­lio produzca fruto. Esta tarde he estado dando la comunión a los enfermos y les he dicho lo que vale su oración y el ofrecimiento de su enfermedad y de sus dolores, unido todo a la Pasión del Señor”. Luego corta la conversación: “Mira qué planta tan bonita alabando al Señor ahí, al pie del sagrario. Voy a traerle un poco de agua, que tiene sed”.

            Ya en 1973 había recibido con emoción y gratitud los Ministerios de Lectorado y Acolitado que le autorizaban para ejercer dis­tintos servicios en la Iglesia, muy concretamen­te el de repartir la comunión. Era incansable en el ejercicio de este ministerio, sobre todo con los enfermos en sus casas y en las residencias.

            Un poeta amigo, Ángel Ferrero, lo refleja en un soneto cuyos versos dicen: “En su oscura cartera hecha moneda / de blanco trigo (que el amor es ciego) / lleva del alma hambrienta la soldada. / Y el hermano se va, pero allí queda / un no se sabe qué… como si un fuego / dejara aquella casa caldeada.”

            Llega un momento en el que ya no puede físicamente cumplir este servicio. Entonces, pasa las noches acompañando al Señor presente en los sagrarios abandonados del mundo; “quitando telarañas”, que decía. Y cuando, por dolor e insomnio, había tenido que batallar durante la noche, al día siguiente comentaría sonriendo en la intimidad: “el trabajo de la noche fue duro”.

            Y luego una sencilla imagen le ayudaba a sentirse acompañado en medio de esa dureza. Su alcoba estaba presidida por un Cristo de gran tamaño: “Cuánto hemos dialogado los dos y qué bien nos hemos entendido. Espero que no se lo lleven de aquí antes de que yo muera”.

            Había aprendido la estremecedora petición de Francisco de Asís en el Monte Albernia, que inmediatamente hizo suya: “Señor Jesús, yo te pido que me concedas dos gracias antes de que muera. La primera, probar en mi alma y en mi cuerpo, en cuanto sea posible, los dolores que tú, dulce Jesús, probaste en la hora de tu acerbísima pasión. La segunda, sentir en mi corazón, cuanto sea posible, aquel extraordinario amor que tú, Hijo de Dios, nos has tenido a nosotros pecadores hasta el punto de padecer tu pasión”. Desde que la oyó, quiso repetirla una y otra vez condensada en estas palabras: “En cuanto sea posible”.

Servidor de los hermanos

 

           ¿Es cierto que la Eucaristía vivida con autenticidad nos pone en sintonía con los hermanos, especialmente con los últimos? Para el hermano Jesús esto no era sólo verdad, era vida, como se ha visto repetidas veces. Conocía personalmente los lugares en los que se aposentaba la pobreza. Un día llevó a su habitación y duchó en su propio cuarto a un solitario al que tenía muchas veces pegado a su lado y que, en aquel momento, estaba bajo los efectos de la depresión y mostraba un notable abandono y descuido en su persona. Otra vez, al saber que ese mismo enfermo había desaparecido de la residencia en que lo habían acogido, movió Roma con Santiago para que la Policía Municipal lo localizara. Era la noche de un frío otoño o invierno ¡Cuántos episodios de estos habrá protagonizado! Un amigo suyo, Víctor Manuel, vendedor de La Farola, un periódico distribuido por marginados, comentaba su relación con él: “Cierto día creyó que no había sido suficientemente delicado conmigo y me pidió perdón. Todavía me pregunto por qué”. Hablando de los pobres, llegó a confesar cierto día en la intimidad a un claretiano: “Creo que he hecho por ellos lo que he podido; en esto no me remuerde la conciencia”. Es mucho decir. Y más cuando se tiene la finura de espíritu que él tuvo siempre y que le hacía verse con humilde sinceridad como el más pobre y el último de todos.

           La misma familia pudo constatar que sus preferencias eran para quien de entre ellos más le necesita­ba. Carlitos, el sobrinillo deficiente y muy delicado, lo sabía muy bien. Fue uno de los familiares a quienes más interés, tiempo y cariño dedicó. Un día sugirió a su sobrino Enrique:

– Tus hijos deberían llevar unos juguetes a Carlitos.

­– No se preocupe, mañana paso por la tienda y se los compro.

– No, no es eso: tienen que ser ellos, los pequeños, y que elijan de sus propios juguetes para llevárselos.

           También tenía su predilección por Tomás, un muchacho de Colmenar Viejo afectado por el síndrome de Down. Siempre encontraba algo para él. Cuando el Hermano murió, Tomy estaba muy afectado. Y cuando salía el féretro de la iglesia a hombros de los sobrinos, el buen Tomy se acercó por delante y tocó la caja con la mano. Ese gesto y los dos lagrimones que todos advirtieron en él fueron su mensaje de despedida.

           Por eso, cuando veía a un pobre que además era enfermo, desvalido, no quedaba en paz hasta que tocaba todos los resortes para encontrarle algún tipo de solución.

           Aunque nunca pisó un aula universitaria, tenía el doctorado de la bondad otorgado por la gente sencilla y especialmente por los pobres, los enfermos, los marginados. Vivía para ellos.

 

Final

 

           La suya fue una vida prolongada en el tiempo: ochenta y siete años; reducida en el espacio: media docena de lugares; sencilla e intensa en la tarea: atención a los enfermos y a cualquier persona que lo necesitara, servicio al culto, acogida en la portería o a través del teléfono. Siempre con una entrega incondicional y personalísima a todos los que llamaban a su puerta o a quienes él mismo se acercaba. ¿Era un hombre bueno que repartía comuniones? Sí, pero en un contexto mucho más amplio: era un hombre de Dios, sencillo y entregado, que se desvivía por todos.

              Su buen amigo Juan Jusdado presenta este dibujo a pluma en el que poéticamente perfila el rostro espiri­tual y humano del hermano Jesús: “Lleva la sencillez en su sonrisa, / acogedora, cariñosa, abierta, / limpia como la luz de su mirada, / blanca como la paz de su conciencia. / Luce en sus ojos el azul del cielo. / Brota en su boca la palabra cierta. / Guarda en su corazón todo el amor / que Cristo derramó sobre la tierra. / Es un todoterreno que recorre / los caminos de Dios con impaciencia, / haciendo el boca a boca a los que sufren / en el dintel de la frontera eterna. / Trasplantado por Dios a Colmenar, / ¡es una institución colmenareña! / Bendito sea Dios por el trasplante. / Bendito Dios que tales hombres crea.”