Buenaventura Codina

BUENAVENTURA CODINA,

OBISPO DE CANARIAS

 

A los numerosos santos, beatos, venerables y siervos de Dios ami-

gos y confidentes de San Antonio María Claret – figuras relevantes de la

Iglesia española en el siglo XIX – se une ahora el obispo Buenaventura

Codina y Augerolas, misionero paúl.

 

Datos biográficos

 

Este Siervo de Dios nació en Hostalrich (Gerona) el 3 de junio del

  1. De sus padres aprendió la piedad y la honradez. Desde niño pro-

fesó una gran devoción a María, bajo la advocación de Nuestra Señora

del Socorro, y a su protector, San Buenaventura. Cursó segunda ense-

ñanza con los Escolapios de Barbastro. En 1800 pasó a estudiar filosofía

a la universidad de Cervera. Ingresó en la Congregación de la Misión, en

Barcelona, el 23 de mayo de 1804. Hizo la profesión religiosa en 1806.

Recibió la ordenación sacerdotal en Seo de Urgel en 1809. Más tarde, en

1810, pasó a Palma de Mallorca, donde se dedicó al ministerio de las

misiones populares. En 1815 fue destinado a Cataluña y posteriormente

a Aragón. Luego, en 1816, pasó a Badajoz donde enseñó filosofía y teo-

logía durante once años. En 1827 fue nombrado capellán mayor de las

Hijas de la Caridad en Madrid. Fue encarcelado en Leganés en 1839. Al

salir de la cárcel, marchó a Francia y enseñó después en el seminario de

Chalons-sur-Marne hasta 1844, año en el que regresó a España. Las difi-

cultades que rodearon su venida y las circunstancias políticas del momen-

to le hicieron sufrir incomprensiones y persecuciones; pero siempre mos-

tró serenidad y fortaleza. El 5 de agosto de 1844 fue nombrado Director

de las Hijas de la Caridad en España. Durante todo este tiempo, los pobres

y los enfermos fueron el objeto de sus desvelos pastorales, como sacer-

dote de la Misión, convirtiéndose para ello en organizador de las “Juntas

de Beneficencia” por toda España. Sus escritos en defensa de los pobres

son un reflejo de los de su padre espiritual, San Vicente de Paúl.

Presentado para el obispado de Canarias el 7 de agosto de 1847, lo

rechazó tres veces, pero su renuncia no fue aceptada ni por la reina ni

por el Papa. Por fin no tuvo más remedio qúe aceptar esa misión por pura

obediencia, cosa que no entendió el P. Etienne, Superior General de la

Congregación de la Misión.

Preconizado el 17 de diciembre del mismo año, fue consagrado el

20 de febrero de 1848 en la iglesia de San Isidro el Real, de Madrid, por

  1. Giovanni Brunelli, arzobispo de Tesalónica y nuncio apostólico en

España. En la misma fecha envió una carta pastoral a sus diocesanos. Lle-

vando consigo a su diócesis como misionero al P. Claret, llegó a Cana­

rias el 14 de marzo, desembarcando en el Puerto de La Luz, en cuya ermi-

ta oraron ante la Virgen de La Luz, y entró en la capital de la diócesis

el 16 de marzo del mismo año.

A su llegada se encontró con un pueblo sin formación religiosa, un

clero, en general, muy poco ejemplar, un seminario que empezaba a salir

de su agonía, y un cabildo catedral contagiado de liberalismo y jansenis-

  1. Su respuesta y su programa pastoral a esta situación fue la gran misión

predicada por el P Claret, el irse a residir al seminario, a poco de llegar,

y la renovación de los miembros del cabildo catedral.

En el año 1851, la peste del cólera morbo invadió en pocos días

la isla de Gran Canaria, y el Prelado se pasó todas las horas visitando

las casas de Triana, para atender espiritualmente a los apestados. Y, al

fallecer el capellán del Hospital de San Martín, él mismo asumió esa

capellanía. La epidemia incrementó la miseria entre sus diocesanos. Por

eso sus rentas las dividía en tres partes: una para el Hospicio y el Hos-

pital de San Martín, otra para los pobres y la tercera para su atención

personal.

Sobresalió por su amor a la Eucaristía, siendo cuidadoso en el cum-

plimiento de las leyes litúrgicas y procurando la decencia de los templos;

y por su devoción a la Virgen Milagrosa. Consiguió de Roma el privile-

gio de poder usar el color azul en las celebraciones en honor de la Inma-

culada; y en sus visitas a las parroquias repartía medallas de la Milagro-

  1. En sus pastorales aflora esta piedad vivida por él intensamente.

Sus nueve años de obispo de estas Islas los gastó generosamente en

llevar a término su programa misionero, a pesar de su delicada salud. Por

las tardes solía pasearse por el Barrio de San José, acompañado de D.

Antonio Vicente González, a quien le unía una gran amistad. La muerte

de este sacerdote, víctima del cólera, traspasó el corazón del obispo, según

cuenta un testigo presencial.

En 1857 el Siervo de Dios enfermó gravemente. Él mismo, cons-

ciente de su gravedad, pidió que se le administrara el viático y la unción

de los enfermos, que recibió con gran devoción; y el 18 de noviembre de

ese mismo año, tres días después de haber recibido la unción y el viáti­

co, a las ocho y media de la mañana, murió piadosamente en el Palacio

Episcopal, dejando la herencia de una vida santa.

En su tiempo se hizo de él este brevísimo retrato: «Pastor recto y

pacífico y uno de los que en su elección feliz y acertada obró la Provi-

dencia para luego verle ofrecer la vida por su grey, en varias epidemias

por las que han pasado aquellas islas, y en especial su capital, animando

con su ejemplo, presentándose el primero en los peligros con suma abne-

gación» (‘).

Años más tarde fue exhumado, hallándose incorrupto su cuerpo, que,

por acuerdo capitular, se guarda cariñosamente en una urna de cristal,

siendo visitado por los fieles y por muchos de sus hermanos de Congre-

gacción y por las Hijas de la Caridad.

  1. Antonio Pildáin, obispo diocesano, en la oración fúnebre que pro-

nunció con ocasión del primer centenario de su muerte, calificó al Padre

Codina como «uno de los obispos más santos que ha tenido esta nuestra

diócesis de Canarias».

Su causa de beatificación ha sido iniciada recientemente.

 

Codina y Claret

 

Las relaciones entre San Antonio María Claret y el obispo Codina

fueron sumamente cordiales y fraternas. Se puede hablar de una amistad

profunda y duradera, hasta el punto de que el santo arzobispo tuvo al

Siervo de Dios como consejero. Así lo testimoniaba uno de los mejores

amigos del P. Claret, refiriéndose a un caso interesante de su vida, con

estas palabras:

 

«El empleo que hacía de sus rentas [el P. Claret] era como con-

venía a un verdadero apóstol: todo en beneficio de los pobres. Costóle

gran trabajo resolverse a señalar una mínima pensión vitalicia de diez

reales diarios a su padre, pobre obrero, septuagenario e impedido para

trabajar por su mucha edad y otros achaques. Llegaba a tal punto su

delicadeza en esta parte, que no se creía autorizado para distraer a los

pobres de su diócesis ni aun aquella reducida suma que apenas hubo de

satisfacer por dos años. Me consta que lo consultó con un sabio y vir-

tuosísimo prelado, el señor Codina, obispo dimisionario de Canarias, y

con su prudente consejo se resolvió a hacerlo y atender esta obligación

tan natural y debida.

Pronto murió su padre y ya pudo consumir todos sus haberes en los

pobres de su grey, salvo la pequeña cuota con que atendía a la frugal ali-

mentación propia de sus misioneros pobres y virtuosos sacerdotes que le

acompañaban desde la península».

El aprecio de la persona del P. Claret y de la intensa labor que el

santo realizó en las Islas Canarias marcaron profundamente la vida y el

trabajo pastoral del nuevo Siervo de Dios.

Los testimonios sobre esa profunda amistad son numerosos. Algo de

ello se transparenta en el texto de la presentación que el obispo Codina

hizo del “Catecismo brevísimo” que el P. Claret escribió en Canarias y

que se publicó en 1848. Luego continuó esa comunión fraterna, que

pudo haberse consolidado aún más si en su viaje a Cuba el P. Claret hubie-

ra podido desembarcar, como deseaba – y deseaban también los canarios

– para visitarlos a todos. De su relación epistolar quedan pocos docu-

mentos, pero uno sobre todo hace entrever que las relaciones entre estos

dos santos fueron extraordinariamente cordiales.

 

Jesús BERMEJO, CMF