Teófilo Casajús

BEATO TEÓFILO CASAJÚS, MÁRTIR

 

LOS QUINCE DE LÉRIDA rompen la marcha triunfal de los mártires cervarienses. Al frente de ellos iba el Padre Manuel Jové, de 40 años de edad, el célebre lati­nista de fama internacional entre los estudiosos de la lengua del Lacio, fundador de la revista Palaestra Latina. De uno o dos cursos inferiores a sus compañeros de Barbas­tro, los Estudiantes estaban casi todos entre los 20 y 22 años. Iban a ser las primicias tiernas de tanto joven clare­tiano que ofrendaba su sangre a Dios.

Después de la emocionada despedida bajo el viejo saúco, el grupo asignado al Padre Manuel Jové emprendía la marcha hacia el pueblo natal del Padre, donde pensaba él que no correría peligro la vida de los jóvenes seminaristas que la Providencia le confiaba. Deben constar aquí los nombres de estos jóvenes magníficos, nombres delante de los cuales esperamos poner pronto un Beato…, San…  Onésimo Agorreta, Amado Amalrich, José Amar­gant, Pedro Caball, José Casademont, Teófilo Casajús, Antonio Cerdá, Amadeo Costa, José El­cano, Luis Hortós, Senén López, Miguel Oscoz, Luis Plana y Vicente Vázquez.

Caminaron todo un día a través de los campos resecos por el verano. Estaban fatigados y la noche la pasaron en un pequeño santuario de la Virgen encima de una colina. Al bajar por la mañana, el Padre distribuyó a los jóvenes de dos en dos para que caminasen distanciados y así evitaran sospechas. Pero hubo ojos avizores que siguieron los pasos de aquellas parejas misteriosas. Detenidos y llevados al pueblecito de Ciutadilla, sus habitantes los acogieron con gran comprensión, y, hasta con verdadero cariño, les procuraron comida y descanso. Pero vino la determinación fatal del Comité revolucionario de telefonear al Comité de Lérida, capital de la Provincia, para recibir esta respuesta: -Guárdenlos, que vamos en seguida.

Dos automóviles con un buen grupo de milicianos llegaron desde Lérida a media noche del 25. Primero, una buena  cena regada con abundante vino, y… – Ahora, a divertirnos con ésos. “Esos” eran nuestros quince hermanos, que descansaban sus cuerpos rendidos sobre los colcho­nes y sábanas que les había prestado la buena gente del pueblo.

Lo primero de todo, un minucioso registro, que comenzaba con un puñetazo, un empellón o un latigazo. De los bolsillos no salían más que el pañuelo y el imprescindible rosario. Sobre el pecho del Padre Jové, debajo de la camisa, pendía un crucifijo devoto. -¿Qué esto?. -Mi Dios y mi Señor. -¡Haz el favor de tirarlo al suelo!. -¡No lo hago!… Se lo arrancan, y ellos mismos lo tiran con violencia: -¡Písalo!. -¡Eso, jamás! Prefiero morir. -Pues, ¡te lo tendrás que tragar!… Se lo aplican con la punta y se lo hunden de un terrible puñetazo en la boca, haciendo salir de ella sangre en abundancia y rompiéndole los tejidos de la cara.

Uno de los Estudiantes estaba rezando el rosario. -¿Qué es esto?.  -El santo rosario… Y debió ser a éste al que le quisieron hacer tragar unos rosarios de la misma manera que el crucifijo al Padre Jové. Eso de hacerles pisar el crucifijo se corrió por todas partes, pues no hay testigo que no lo recuerde, como una religiosa: -Les querían hacer blasfemar delante de la imagen de un Crucifijo, a lo que ellos siempre se ne­garon.

Al amanecer, después de una noche como aquella del Divino Maestro en los sótanos de la casa de Caifás, allí quedaban las sábanas con grandes manchas de sangre, testigo mudo de las salva­jadas que se habían cometido con los quince Misioneros…

 

Amaneció el día 26, y empezaban unos cincuenta kilómetros de vía dolorosa hasta la ciudad de Lérida, llegados a la cual dicen los del control: -¡Buena redada, hombres! ¡Buena redada, y que se repita! Ahí está el cementerio, y es preferible acabar la faena cuanto antes…

Se reunió ante la puerta gran contingente de milicia­nos, muchos de los cuales entraron y otros se hubieron de contentar con presenciar la tragedia subidos a las paredes. Era entre las dos y tres de la tarde cuando bajaron de la camioneta a los presos. El Padre Jové se dirigió a todos: -Nos matarán. Pero morimos por Dios. ¡Viva Cristo Rey!

El empleado municipal afirma: “Los asesinos, antes de fusilarles, les dijeron que si que­rían re­nunciar a la Religión los dejarían en libertad. Los Misioneros dijeron que no renunciaban a la Reli­gión y que preferían morir por Dios. Murieron gritando ¡Viva Cristo Rey! Manifestaron mucha alegría de morir por Dios, sin que flaqueara nin­guno”.

Refiriéndose al Padre Jové, cuenta el albañil del cementerio: -Dijo gritando, por tres veces, durante el trayecto: ¡Viva Cristo Rey!”.

El enterrador detalla más la escena final. Pusie­ron a cuatro ante la pared, a la vista de los otros once. El Padre Jové, al ser puesto en fila el primero de todos, dijo: -¡Yo muero por Dios!. Ante esta afirmación, tomada a broma por los mili­cianos, preguntaron a cada uno en particular -¿Y tú también mueres por Dios?… -¡También yo muero por Dios!

Cayó el primer grupo, después otros dos grupos de cuatro, y el último de tres. Según el enterrador: -Todas las ve­ces, cuando les iban a fusilar y al oír la voz de ¡carguen!, gritaban fuerte: ¡Viva Cristo Rey!… Inmediatamente, el jefe de la sección dio a cada uno el tiro de gracia.

 

Los cadáveres fueron enterrados pronto. Y dice uno de los sepultureros: -Yo podría identificar con toda exactitud el lugar donde fueron en­terrados. En la fosa común hay 668. Y el Oficial del Registro añade: -Fueron enterrados en la fosa co­mún, hoy llamada Fosa de los Mártires. Todos ellos sacerdotes, religiosos, católicos distingui­dos de la Lérida mártir. Nues­tros jóvenes están en la base de montaña tan gloriosa…