Santa Catalina de Siena

SANTA CATALINA DE SIENA

Compatrona

 

Vida y misión

Esta gran mujer nació en Siena (Italia) el 25 de marzo de 1347, día de la Anunciación y, a la vez, domingo de Ramos. A ella y a su hermana gemela, Giovanna, les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro. De su padre, tintorero de pieles, heredó Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de su madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.

A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia espiritual, la visión en el valle Piatta, que marcó una huella imborrable en su vida y la orientó definitivamente hacia Dios. «A partir de esta hora pareció dejar de ser niña», cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de quienes se habían entregado del todo a Dios y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no tomar nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo.  

A pesar de las dificultades familiares, hacia sus diecisiete años y de forma excepcional por su juventud, fue admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Con ellas, sin abandonar el ambiente familiar, vivió sus reglas bajo la dirección de una superiora y de un director dominico. Así quedó vinculada a aquella institución desarrollando una extraordinaria actividad espiritual y benéfica al servicio de enfermos y pobres.

Sus primeros años de mantellata se caracterizaron por una intensa vida espiritual, por su caridad incansable y por elevadas gracias místicas con que Dios la regaló frecuentemente. Fueron casi cuatro años de vida solitaria entre combates y tentaciones, soportadas y vencidas gracias al trato personal con Jesucristo, la Virgen y los santos.

Tomás de la Fuente, que por entonces era su confesor, la autorizó para ejercer un servicio de consulta y discernimiento dirigido a personas tanto de la nobleza, como del clero o de la cultura en Fontebranda. Su vibrante desvelo la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Fueron los albores de una fecunda maternidad espiritual que se consolidaría posteriormente. Y con ello empezó para esta joven enferma y frágil una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la fue preparando para aquella misión con sus gracias y sus pruebas. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto. Eran dos modos externamente distintos pero internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.

            En 1374 tomó por confesor y director al hombre sabio y prudente que era Raimundo de Capua, elegido maestro general de la Orden al poco de morir Catalina. Por él conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.

Movida por su implacable anhelo de servicio a la Iglesia y solicitada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprendió en 1376 su famoso viaje a la corte pontificia de Aviñón. Iba convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de costumbres en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo. Igualmente, Catalina pensaba que el regreso del Papa a Roma ayudaría a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede. Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios. Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.

Mujer de fuerte personalidad, movida por su gran amor a Dios y al prójimo, promovió la paz y la concordia entre las ciudades y defendió valientemente los derechos y la libertad del Papa, favoreciendo también la renovación de la vida cristiana y religiosa. En medio de estas actividades, llevó una vida mística extraordinaria y sirvió con ardor a la Iglesia en una época crítica, ayudando a Papas y sirviendo a pobres y enfermos en Siena, Pisa, Florencia, Aviñón y Roma. También fue autora del libro titulado Diálogo sobre la Providencia, leído por el P. Claret.

En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina, pequeña llama inquieta, apenas ya contenida por la fragilidad de un cuerpo que se desmoronaba, ofreció su vida por la Iglesia. Ya había escrito antes: «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia». «Cerca de las nueve —dijo en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de san Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa». Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se sentía aplastada por el peso de la navicella, la barca de la Iglesia, que Dios le hizo sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. «Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo».

Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendó el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Iglesia. Con las palabras de Jesús Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su espíritu a Dios. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380. Catalina contaba con la edad de 33 años. Fue sepultada en Roma, en la Basílica de Santa María sopra Minerva, donde hoy se puede visitar su cuerpo que yace en una urna debajo el altar mayor, mientras que su cabeza está en la iglesia de Santo Domingo en Siena. Fue canonizada por el Papa Pío II en 1461.

Santa Catalina es una de las tres doctoras de la Iglesia, junto a santa Teresa de Jesús y santa Teresa del Niño Jesús, a pesar de que nunca tuvo una preparación académica formal.

Consideración claretiana

Ya desde su juventud, nuestro P. Fundador profesó una profunda devoción a santa Catalina de Siena por su condición de seglar consagrada, por su elevada vida mística, por su amor a la Iglesia y su empeño apostólico en favor de ella y de los pecadores.

Claret hizo suya la oración de santa Catalina de Siena en tonos vibrantemente misioneros y compasivos: «¡Dadme, Señor, el ponerme por puertas del infierno y poder detener a cuantos van a entrar allá y decir a cada uno: ¿adónde vas, infeliz? ¡Atrás, anda, haz una buena confesión y salva tu alma y no vengas aquí a perderte por toda la eternidad!» (Aut 212).

Con santa Catalina de Siena, le ocurrió a San Antonio María Claret lo que ya le ocurría con todas las vidas de santos que leía. Impactado particularmente porque «en esta vida se emplearon y trabajaron más en la conversión de las almas» (Aut 235), de la Santa de Siena admiraba que supo unir «la vida activa y la vida contemplativa» (Aut 235). Y recoge expresamente la actividad apostólica de esta gran mujer, que llegó a ejercer un verdadero y singular ministerio de la Palabra, en estos términos: «Gregorio XI la mandó predicar en presencia suya y de todo el Consistorio de Cardenales y otros Príncipes. Habló de las cosas celestiales con tal magisterio, que la oían inmóviles como estatuas, arrebatados de su admirable espíritu. Predicó delante de Su Santidad y Cardenales otras muchas veces, y siempre la oyeron con admiración y fruto, venerando en ella un nuevo apóstol poderoso en obras y en palabras. Predicaba también al pueblo, y, como su corazón ardía en fuego de santo celo, arrojaba vivas llamas en las palabras que decía, y eran tantos los pecadores que se enternecían y mudaban de vida, que llevaba muchos confesores en su compañía, y algunos de ellos con autoridad pontificia para absolver de los casos reservados» (Aut 238).

Entre los ex libris del P. Claret se conserva en El Escorial la Vida portentosa de la seráfica y cándida virgen santa Catalina de Sena, del P. Lorenzo Gisbert. Tal vez sea éste uno de los libros que más apreciaba y qué más emociones suscitaron en él. También se conserva en Vic La vita di S. Caterina da Siena, del beato Raimundo de Capua, que también formó parte de la biblioteca claretiana.

Santa Catalina influyó mucho en el espíritu de Claret. Así lo manifiesta en este párrafo de una de sus cartas dirigida a la hermana María de los Dolores el 30 de octubre de 1843: «Le envío la vida de santa Catalina de Sena, que es mi maestra y directora, y me enfervoriza y mueve tanto, que al leer su vida me es preciso tener en la una mano el libro y en la otra el pañuelo para enjugar las lágrimas que de continuo me hace derramar». De santa Catalina tomó la práctica de la celda interior para guardar la presencia de Dios en el apostolado, y la divulgó en el opúsculo Templo y palacio de Dios Nuestro Señor. Escogió a la Santa como compatrona de la Congregación de Misioneros.

BIBLIOGRAFÍA

  1. DE CAPUA, Santa Catalina de Siena, Barcelona 1993.
  2. PAPASOGLI, Catalina de Siena. Reformadora de la Iglesia, Barcelona 1980.
  3. SALVADOR Y CONDE, Las obras de Santa Catalina de Siena, Madrid 1980.
  4. UNDEST, Santa Catalina de Siena, Madrid 1999.