Pedro Mardones

  1. PEDRO MARDONES

 

Sumario

El estudiante claretiano Pedro Mardones Valle nació el 24 de agosto de 1914 en Vallejuelo, un pueblecito situado en el Valle de Mena, en la provincia de Burgos (España). Sus padres, Miguel y Sebastiana, eran labradores. Catequizado por su madre, Pedro mostró gran afición a la Eucaristía. Ningún día se olvidaba de rezar a la Patrona del pueblo, la Virgen de Cantonad, de quien era muy devoto.

Recogemos lo que dice de él la Reseña Histórica de la Provincia de Bética:

«Ante todo la heroicidad de su vocación. Amaba entrañablemente a su padre, pero encontró en él la oposición más cerrada cuando le manifestó su ideal misionero. El no del padre fue rotundo… Pero ayudado por uno de sus cuñados, abandonó la casa paterna en una noche para esconderse en la casa de Dios. Allí se presentó el alcalde del pueblo con su padre y con una pareja de la Guardia Civil. No hubo más remedio que dejar al chico donde él quería estar. Ya de postulante se imponía, sin intentarlo, por su piedad, sencillez y trato amable. Como religioso, podemos decir que todas las virtudes las llevaba de calle y a todas se entregaba con decisión y alegría. Un hombre de oración, de acendrada espiritualidad cordimariana, de sacrificio, mortificación y laboriosidad; pero sobre todo, su ascesis mortificante. Un santo. Incorporado a filas (1936), sus jefes del cuartel le profesaban un respeto tan grande que casi los maniataba para poder mandarle algo. La vida del cuartel fue para él un martirio continuado. Se escapaba siempre que podía para no perder el ritmo de clases y de estudios. Para él, el estudio era compañero inseparable de la oración. Murió devorado por el tifus. El alcalde se ofreció para ser el padrino de su primera misa. No pudo ser. La celebró en el cielo» (1, p. 771).

Su fidelidad heroica iba a quedar una vez más acreditada y definitivamente sellada en la última prueba: la enfermedad infecciosa —tifus— que fue minando su organismo hasta acabar con su vida. Postrado en el lecho del hospital de Griñón y consumido por la fiebre, el único entretenimiento de Pedro era hablar del Colegio, recordar a los hermanos de Congregación y, especialmente, dedicarse a la lectura de la Biblia.

Murió el día 23 de junio de 1937. No había cumplido todavía los 24 años de edad, pero estaba ya maduro para el cielo. Todos los que tuvieron la oportunidad de conocerlo han coincidido en el mismo juicio: «El señor Mardones era un santo».

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Vida y misión

Nació el 24 de agosto de 1914 en Vallejuelo, un pueblecito situado en el Valle de Mena, en la provincia de Burgos (España). Sus padres, Miguel y Sebastiana, eran labradores. Pedro empezó a ir a la escuela cuando tenía 7 años. Para llegar a ella tenía que hacer un trayecto de unos 20 minutos a pie y, con frecuencia la rigidez del clima o la necesidad de ayudar a sus padres en los trabajos del campo y el pastoreo del ganado le impedían hacerlo. Así, llegaba a pasar más de medio año sin pisar la escuela.

El mismo problema se planteaba en el plano religioso. La parroquia de Vallejuelo carecía de sacerdote y en ella solo había culto unos pocos días al año. Para asistir con regularidad a la misa dominical había que desplazarse a otro pueblo, cosa que los vecinos hacían raramente. Pedro, catequizado por su madre, mostró gran afición a la Eucaristía y el cura le permitía actuar de monaguillo. Pero, por las circunstancias mencionadas, tuvo que faltar muchos domingos. En cambio, ningún día se olvidaba de rezar a la Patrona del pueblo, la Virgen de Cantonad, de quien era muy devoto.

Desde muy pronto, Pedro sintió inclinación al sacerdocio y quería entrar en el seminario, pero tal aspiración chocaba con la pobreza de sus padres, que no podían sufragar los gastos. Su deseo pudo hacerse realidad cuando, por mediación de un sacerdote conocido de los tíos que tenía en Madrid, consiguió ser admitido en el colegio que la Congregación acababa de abrir en Sigüenza.

El primer Prefecto fue el P. José Mª. Rodríguez, a quien Pedro profesó siempre profundo amor, admiración y gratitud. Desde el primer momento el joven postulante —acababa de cumplir 15 años— mostró fuertes deseos de crecer en la virtud y un gran espíritu de mortificación, que en ocasiones había que atemperar. También destacaba ya por su amor a la Virgen, a quien ofrecía todos sus sacrificios y pedía ayuda en los momentos de dificultad y desaliento, a menudo motivados por su falta de preparación para los estudios.

La llegada de la República vino a interrumpir este proceso formativo. El 17 de mayo de 1931, Pedro se vio obligado a dejar el colegio, lleno de preocupación y de tristeza. Lo que más le dolía era el pensar que ya no podría ser hijo del Corazón de María. Sabiendo lo que bullía en su interior, el P. Prefecto se despidió de él con estas palabras: «Lo serás, si tú quieres».

Al abandonar Sigüenza, la vida en el mundo se presentaba a Pedro como una grave amenaza para su vocación, e incluso para su salvación eterna. El 20 de mayo hizo un voto privado de no juntarse con nadie que pudiera ponerle en peligro de pecado, aunque para ello tuviera que andar solo. Con esta determinación regresó al pueblo, empleándose en las labores de labranza. Pero pronto tuvo que afrontar grandes dificultades vocacionales. Frente a todos los intentos de apartarle de la vocación, incluso por parte de su padre, Pedro se refugiaba en la oración, multiplicaba las penitencias y buscaba consejo y ánimo en la correspondencia con su formador, ingeniándoselas para sortear la censura paterna. Poco antes de su regreso a Sigüenza tuvo que sufrir una fortísima y prolongada tentación contra la castidad, de la que solo se vio libre, con la ayuda del Corazón de María, tras ocho días de intensa lucha. En esta situación le fue muy útil la lectura de la vida de san Estanislao de Kotska, con quien se identificaba en su determinación de dejar el mundo: «¿Qué vale esto para la eternidad? ¡Ad maiora natus sum!». Como el joven Claret, Pedro tuvo aquí su momento de Quid Prodest.

Como no conseguía el consentimiento de su padre para volver al seminario, Pedro decidió escaparse de casa. Así, el día del Pilar de 1931 pudo tomar el tren para Sigüenza, donde fue recibido con alegría por el P. Rodríguez, que era ahora el Rector, y el P. Eladio Riol, su nuevo Prefecto. Cuando a los dos días se presentó la Guardia Civil para llevárselo, Pedro mantuvo su firme determinación: «Bien, ustedes pueden, si quieren, volverme a la fuerza a casa de mis padres; pero sepan que cuantas veces me lleven, tantas que me vuelvo a escapar» (3, p. 3). Esta firmeza impresionó al alcalde de Sigüenza, que se ofreció espontáneamente para mediar ante su padre, e incluso para ser padrino en su primera misa.

Aquel muchacho de 17 años lo tenía muy claro: «Ante todo y sobre todo, Dios». Así lo reiterará en las cartas que escribió más tarde a su familia, explicando los motivos de su decisión y reprochándoles su oposición a ella, al mismo tiempo que les expresaba su afecto invariable. Desde octubre de 1931 a septiembre de 1932, Pedro permaneció en el Postulantado de Sigüenza. Fue un año de grandes progresos en el camino de la perfección evangélica, impulsados por el ejercicio de la presencia de Dios, la práctica de las virtudes, los actos de piedad y de mortificación… que realizaba con enorme intensidad y entrega. Destacaba ya con fuerza su profunda vivencia cordimariana, expresada en continuos y apasionados coloquios con la Virgen. Pedro deseaba amarla hasta morir de amor. Y, unida a esta vivencia, la piedad eucarística, que impregnaba todas las acciones del día alcanzando su clímax en la comunión sacramental. El fuego del amor materno de María y del sacramento eucarístico alimentaban la llama del celo misionero que abrasó el alma de Pedro en todos estos años. «¡Qué ansias tengo —escribe en una de sus cuentas de conciencia— de ser un Hijo amantísimo de nuestra bondadosa Madre! Pero un Hijo suyo, celoso Misionero, que extienda su nombre santísimo y el culto de Dios por todo el mundo, para atraerle las almas que yacen en las sombras de la muerte del paganismo y del pecado. Un apóstol de Jesús y de María, y abrasar a todo el mundo en el amor de Dios y hacer que todos le amen…» (2, p. 133). La profunda sintonía con el espíritu de Claret se expresaba también en su aspiración al martirio: «El Señor en este tiempo me comunicó grandes deseos de padecer por su amor y ser despreciado por Él. Deseaba muchísimo derramar toda mi sangre a fuerza de tormentos por amor a Jesús y a María» (2, p. 133s).

Estos rasgos de su personalidad espiritual se van a desarrollar aún con más fuerza y hondura en el año de Noviciado. Pedro lo realizó en Jerez de los Caballeros, vistiendo el santo hábito el 28 de septiembre de 1932. Su maestro fue el P. Donato Chávarri, muerto también en olor de santidad. De este modo, a la vez que crecía en su identificación como Hijo del Corazón de María, su propio corazón se dilataba en celo por la salvación del mundo, sintiéndose especialmente atraído por las misiones de China.

Tras emitir el 29 de septiembre de 1933 la profesión religiosa, nuestro joven Estudiante marchó a Plasencia para comenzar la Filosofía. En esta época su vida espiritual pierde en exuberancia, pero gana en simplicidad y hondura. El eje central es la inhabitación de Dios en el alma, con una fuerte impronta eucarística y mariana. Su vivencia cordimariana queda resumida en este propósito: «He de procurar más la presencia de María; es decir: hacerlo todo con María y en María, en su Corazón, para obrar con el amor y la pureza de Ella» (2, p. 223). Al finalizar la Filosofía (concretamente, en el curso 1935-1936), da un paso decisivo hacia la unión con Dios: «Todas sus aspiraciones se polarizan decididamente en el solo anhelo de Dios, de conformar enteramente su voluntad con la divina» (2, p. 234).

En julio de 1936 estalló en España la Guerra Civil y Pedro fue llamado a filas por la Junta de Defensa Nacional, debiendo alistarse en el cuartel de Plasencia. Allí vivirá ocho meses de auténtico purgatorio. Su espíritu se asfixiaba en ese ambiente y no veía la hora de ir a respirar a su comunidad. Y eso que su principal ocupación en el cuartel era la formación religiosa y patriótica de los reclutas. Conocemos sus sentimientos de este tiempo por la correspondencia que mantuvo con su hermana, que —tras la movilización de su marido— había quedado sola y enferma con su hijo pequeño en Ávila. Estas cartas familiares, impregnadas de fe y de cariño, muestran la grandeza y delicadeza de su alma.

A primeros de abril de 1937 la guarnición de Plasencia hubo de trasladarse a Valladolid. De Valladolid hubieron de trasladarse nuevamente a Leganés y otros pueblos de la provincia de Madrid, en pleno frente del Jarama. Por las cartas que Pedro escribió en esos meses, vemos que seguían firmes los tres pilares de su espiritualidad: la filiación cordimariana, el amor a Jesús sacramentado y el celo apostólico. Pero también traslucen la serenidad con que miraba a la muerte que, por estar cerca de la línea de fuego, podía sobrevenirle en cualquier momento. «En circunstancias adversas donde tantos sucumbieron… la virtud del señor Mardones se acrecía» (2, p. 257).

Su fidelidad heroica iba a quedar una vez más acreditada y definitivamente sellada en la última prueba: la enfermedad infecciosa —tifus— que fue minando su organismo hasta acabar con su vida. Postrado en el lecho del hospital de Griñón y consumido por la fiebre, el único entretenimiento de Pedro era hablar del colegio, recordar a los hermanos de Congregación y, especialmente, dedicarse a la lectura de la biblia.

Una de las Hermanas de la Caridad que lo asistió en esos últimos días nos ha dejado este relato conmovedor: «Ingresó, sin poder precisar fecha, a fines de junio, en la sala dos, con temperaturas elevadísimas y fuertes dolores en el vientre. En los días que permaneció en dicha sala en observación, a la enfermera la edificó su gran paciencia, sin que de sus labios saliera una queja y, cuando ya diagnosticada su enfermedad, se lo llevaron a la sala de tíficos, le dije a su nueva enfermera: “El enfermo que te ingresa hoy es un santo”. Durante el resto de su enfermedad, siguió dando pruebas de su bondad y recato, pues nunca profirió una queja ni por sus dolores, ni por los sueros, inyecciones y sábanas, que constantemente se le ponían. Tenía grandes delirios y una noche contó que era fraile; y en noches sucesivas nos decía, al preguntarle cómo estaba, que muy bien y que estaba viendo a la Virgen y a un santo, que no recuerdo. Teniendo un día grandes dolores, se le tenía que poner suero y, al decirle: “Tú eres tan bueno”, volvió la vista y me dijo: “Eso tú; yo estoy obligado a ser mucho mejor de lo que soy, mas a pesar de todo, la Virgen me habla y me llevará con Ella”. A los tres o cuatro días de decirme [esto] se lo llevaba la Virgen, se murió dulcemente entre el sacerdote de este hospital y la que esto escribe, quedándose reflejada en su cara una serenidad y una paz que todos comentamos» (2, p. 264s).

Era el día 23 de junio de 1937. Pedro no había cumplido todavía los 24 años de edad, pero estaba ya maduro para el cielo. Todos los que tuvieron la oportunidad de conocerlo han coincidido en el mismo juicio: «El señor Mardones era un santo».

BIBLIOGRAFÍA

  1. CARRASCO DÍEZ, M. Mª. (Coord.) Cien años de evangelización en tierras del sur. Reseña histórica de la Provincia Bética de los Misioneros Claretianos (1906-2006), Madrid 2007.
  2. JUBERÍAS, F. In Corde Matris. Biografía y espiritualidad cordimariana del Estudiante Misionero Pedro Mardones Valle, C.M.F., Sevilla 1959.
  3. RIOL, E. Necrología del Sr. Pedro Mardones Valle, en Annales Congregationis, t. 34 (1938), pp. 92-96, 143-144.