PADRE MARIANO AVELLANA: O SANTO O MUERTO

I

El hombre que usa un chaleco negro sin mangas, saca el lápiz que tenía apoyado sobre su oreja, se levanta un poco la visera y escribe con letra de funcionario municipal en el papel que tiene sobre unos tablones que hacen de escritorio en el Registro Civil de Carrizal Alto:

– “Con fecha 14 de mayo, asignada con el número 19, se halla inscrita la defunción de Mariano Avellana Lasierra, de sexo masculino, de nacionalidad española, de edad de sesenta años, de estado soltero, de profesión misionero apostólico”.

Afuera del local, la gente llora. Un sol tibio mira desde arriba en un cielo sin nubes, azul y amable a esa hora de la mañana, acariciando las cabezas como si tratara de consolar a un pueblo repentinamente huérfano. Un sol que besa también las flores compradas a alto precio en la feria del mineral, traídas desde el valle de Huasco y  que han puesto en coronas de madreselva, de crisantemos, de arrayán de la montaña.

Mariano Avellana Lasierra, de profesión misionero apostólico,  yace en su féretro pobre en el cementerio del Mineral de Carrizal Alto, y por fin descansa de las tareas de su ministerio: ha recorrido el país desde las sequedades de Tacna y Arica hasta el valle del río Biobío, allá en el sur donde la tierra se pone sonriente; ha predicado la Palabra, ha consolado a los desdichados, ha mostrado el rostro misericordioso de Dios, ha acompañado al pueblo en sus muchos dolores y sus escasas alegrías. Ha combatido el buen combate y ahora recibe la corona reservada a los hijos.

El cura del Mineral, don Luis Santiago Díaz, dice las palabras emocionadas de la despedida:

            -“Qué triste es, amigos, dar el último adiós al hermano! ¡Compartió con nosotros la vida! Fue un infatigable apóstol en sus treinta años de servicios a Chile. No hubo cárcel que no visitara consolando a los presos, llevándoles ayuda de ropas y alimentos. Visitaba los hospitales consolando a los enfermos y calmando sus dolores. Quizá no haya en Chile otro religioso que conociese mejor que él al pobre y al indigente; sabía identificarse con los débiles y entraba con mayor gusto en el tugurio y la choza del pobre  que en las casas de los adinerados…Su potente voz era signo e consuelo para todos. Deseaba morir en un hospital de pobres para asemejarse a Cristo. ¡Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los santos! ¡Duerme en paz, sacerdote del Señor, el sueño eterno. Tus cenizas serán veneradas en esta tierra!…”

II

            Mariano había llegado a Chile treinta años atrás. Era entonces un joven misionero con todas las ilusiones, las ansias, y los sueños anidados en el corazón. Tenía un porte noble, cabello pajizo y voz de trueno. Su propia naturaleza lo llamaba a vivir la vida de la manera más cómoda posible, pero escuchó las palabras secretas que Dios desliza en las orejas de aquellos que lo buscan en serio y decidió vivir su vida para los demás.

            Era hijo de una tierra bravía, famosa por su gente sin doblez y también por su dureza de mollera: el reino de Aragón, en España. Allí había nacido, cerca de Huesca, en Almudévar, un poblado que apiñaba sus casas en medio de campos de poco regadío: era gente que barajaba industrias menores de curtidos y telares.

            Por la tierra, por la sangre y por los tiempos recios de peleas por el trono de España, a Mariano le había tocado vivir una época turbulenta. Seguramente de ahí procedían sus arrebatos de bravura que le costaba dominar. Gran parte de su vida tuvo que luchar entre la furia y la calma. Dominar el genio, reprimir los enojos, tener un corazón de madre para con todos…harto le iba a costar. Pero ¿cómo podría ser sacerdote si no intentaba llenar su corazón de bondad?

            Porque un día entró al seminario de Huesca decidido a servir a la Iglesia y al pueblo. Un par de años después ya lo habían expulsado aunque temporalmente de la institución, por acaudillar rebelión contra el rector. La razón era que no les  permitió a  los seminaristas participar en las fiestas del pueblo.

            Arrepentido de su actuación, Mariano pidió el necesario perdón para reingresar al seminario. Finalmente fue ordenado presbítero por el obispo Basilio Gil, el 19 de septiembre de 1868. Tenía  24 años de edad.

            Mariano fue designado como ayudante de la parroquia de San Pedro El Viejo, en Huesca. Un curato histórico que guardaba en el templo los huesos del rey Alfonso El Batallador y de Ramiro II El Monje, soberanos de Aragón.

            El joven cura se desenvolvió bien en las tareas encomendadas y que le causaban especial alegría: se trataba de la dignidad de la liturgia y é era el encargado de los cantos del coro.

            Pero una idea le andaba revoloteando en la cabeza con la insistencia de una golondrina que busca amparo unos momentos y así medir horizontes y emprender el vuelo hacia donde se terminan las distancias. El ejemplo lo había dado don Pablo Vallier, un sacerdote de gran prestigio a pesar de su juventud: él, con otros profesores del seminario habían ingresado a una congregación de misioneros.

            También él se decidió: a los dos años cabales de su ordenación presbiteral, comunicó a todos su determinación de ingresar al noviciado de los Hijos del Inmaculado Corazón de María. No le importó la enorme dificultad de dejar su tierra: el noviciado estaba en el sur de Francia porque todos los misioneros habían sido desterrados por la revolución que terminó con la monarquía en España. En septiembre de 1870, Mariano llegó a su nuevo destino.

III

            Fue allí, en el noviciado, donde empezó a forjar los hierros que fundamentaron su vida misionera. Fue recibido en la puerta por un hombre alto, huesudo, recto como un mástil y con las cejas enormes cargadas de sabiduría y de reciedumbre; era el mismísimo superior general de la congregación, el padre José Xifré,  quien de inmediato le presentó las exigencias de la nueva vida. Le dijo desde el comienzo que el asunto era serio pero apasionante.

            Precisamente por esos días, el arzobispo Antonio María Claret, el fundador de la congregación, pasaba unos días en el noviciado, enfermo y perseguido por las autoridades revolucionaras de España.

            -El ejemplo lo tenemos en nuestro arzobispo- dijo el padre Xifré con su lenguaje telegráfico. –El que es de Cristo, sufre la cruz como Cristo. El que no está dispuesto a dar su vida, no sirve para esto. Pero tiene que ser una donación generosa. Y alegre. Dios sabe pagar con creces. ¿Está dispuesto?

            Mariano dijo que sí. Un mes más tarde de esta entrevista, él y los otros quince novicios que hacían el año de prueba para la vida misionera recibieron entristecidos la noticia de la muerte del padre fundador. Se la comunicó el superior del noviciado padre Jaime Clotet, con los ojos enrojecidos.

            Pasó el otoño. Pasó el invierno.

            Metido de lleno en  los afanes propios de su preparación espiritual, Mariano continuó dando una severa lucha para dominar su propio temperamento.

            – Mi lema en vida será: ser santo o pedirle a Dios que me envíe la muerte- afirmaba, decidido.- Porque el que no vive para servir a los demás, como hacen los santos, no sirve para vivir. O santo o muerto: éste es el desafío.

            Mariano tenía muy presente la definición que el fundador había escrito para describir al  verdadero misionero: un hombre que lleva en sí el fuego ardiente del amor de Dios y con él va encendiendo por donde pasa hasta hacer arder al mundo entero. Un hombre que jamás debe arredrarse ante nada ni ante nadie; que llega a gozarse en las privaciones y en los sacrificios; que piensa siempre en procurar la gloria de Dios y la salvación de toda la humanidad, sin importarle calumnias ni persecuciones…

            Mariano tenía ante sí ese ideal y se comparaba con él como en un espejo. Entonces se encontraba pobre y necesitado, porque las ansias de comodidad, el ocio de la vista, la curiosidad, la sensación de novedades y particularmente su genio arrebatado le jugaban malas pasadas.

            El lugar del noviciado le parecía estrecho. Se sentía encerrado como en una jaula y deseaba salir pronto para poder correr, volar. En la habitación pobre que tenía por dormitorio abría las ventanas y se asomaba a la campiña resoplando fuerte como para respirar aires de libertad a todo pulmón.

            En sus escritos del noviciado dejó estampados algunos propósitos:

            -“Levantarme más a prisa, sujetar la imaginación durante la oración. Celebrar la misa con mayor atención y rezar con más pausa. No hablaré de mí mismo ni me quejaré del frío o del calor. Refrenaré  los sentidos, especialmente la vista. Tataré con más caridad a mis hermanos…”

            Cuando al final del año de noviciado el padre Xifré pidió informes para admitir a Mariano a la Congregación, el padre Clemente Serrat, encargado de la formación de los novicios, escribió en un papel:

            -“Mariano Avellana me parece de buena madera; pero hay que quitarle muchas astillas…”

            Xifré supo mirar a distancia. Confió en el joven sacerdote que le solicitaba el ingreso definitivo al instituto. Dos años después le enviaba a Mariano una comunicación breve y precisa en la que le decía que lo destinaba a las misiones de Chile, allá al otro lado del  mundo.

            En el humilde comedor de la comunidad, Mariano se puso de rodillas frente a sus hermanos y con voz segura pidió oraciones para poder cumplir en Chile su lema de “o santo o muerto”.

            Los misioneros lo miraron, algunos sonrientes y otros pensativos. Uno de ellos se inclinó hacia su compañero de mesa y le expresó en voz baja lo que le salía del alma:

            -“¿Llegará a ser santo este Mariano? ¡De todo es capaz este aragonés!”.

IV

            Así había llegado Mariano hasta el sur del mundo. De inmediato el padre Vallier supo apreciar que el seminarista alborotado que había conocido en Huesca se estaba transformando en un religioso deseoso de encender a Chile entero en el fuego del que se sentía abrasado. Y con la prudencia y sabiduría que lo caracterizaba, Vallier le empezó a encomendar salidas misioneras acompañando a claretianos más experimentados y de buen espíritu.

            ¡Las campañas misioneras! La actividad pastoral de las enormes diócesis, en su mayoría pobladas por gente campesina, tenían en las misiones y en los llamados Ejercicios Espirituales, su punto de apoyo para la manutención de la vida cristiana de la primera evangelización.

            La escasez del clero, la extensión desmesurada de los curatos, el mismo afán apostólico de los misioneros, todo ayudaba para que las misiones populares fueran el gran medio pastoral de la época: cubrían prácticamente todo el territorio, eran predicadas por equipos de dos o tres misioneros ambulantes que dedicaban unos diez días como promedio en cada localidad.

            El esquema de misión era bien simple pero muy exigente: trataba de atender a todos los organismos vivos de cada pueblo- escuela, hospital, cárcel, asociaciones, familias, niños- mediante visitas, charlas, conferencias, catecismos y predicaciones.

            Los actos centrales eran dos: las misas tempraneras y la reunión popular de la noche, la que se transformaba en el acontecimiento más esperado.

            Su técnica se basaba en sermones doctrinales y sermones morales; la finalidad era conseguir que la gente recibiera los sacramentos, especialmente la confesión y la comunión.

            Desde las serranías lejanas llegaban los hombres a caballo, en carreta, a pie, “para cumplir con Dios”, como ellos decían.

            Los misioneros dirigían la oración del rosario, los cantos, uno de ellos predicaba el sermón doctrinal en un tono afable y familiar, haciendo una catequesis fundamental. Después el otro misionero, el de más autoridad o de mejor discurso, hacía el sermón moral, buscando directamente el impacto emocional, impresionando con palabras y gestos, que tocaban las raíces del corazón. Los temas eran la finalidad de la misión, la importancia de la salvación, las cuatro verdades fundamentales de la fe, la perseverancia y la devoción a la Virgen María.

            Uno de los actos más impactantes, después del sermón moral, era “la disciplina”. Las mujeres salían, entonces, del templo o la capilla y se quedaban arrodilladas en las calles, en la plaza, en los corredores campestres, orando por sus maridos, por sus hijos, por sus hermanos, por sus compadres, que se quedaban al interior del local. Allí se apagaban las luces y en determinado momento, a una indicación que el predicador daba con voz tronante, todos empezaban una azotaina de latigazos sobre las espaldas desnudas, gimiendo misericordia, cada cual castigando su cuerpo por los pecados de un año entero: la violencia ejercida en el hogar, los robos, los engaños, las manoseos a las muchachas que lavaban ropa en las orillas de los esteros, las borracheras, especialmente las borracheras, que los había dejado tumbados por los caminos o bajo las mesas de cantinas miserables, tantas veces a lo largo de un año duro. Sin embargo la misión, tras los sermones acerca de la misericordia de Dios, terminaba en un clima de jolgorio. La procesión multicolor, las promesas generalmente incumplidas de pasar de largo frente a las bodegas y sitios clandestinos que ofrecían vino, el perdón de las ofensas, los matrimonios arreglados “como Dios manda”, los agradecimientos del párroco, un par de corderos regalados por algún terrateniente para tranquilizar su conciencia y sentirse con derecho al cielo, animales gordos que terminaban chorreando grasa y con los pellejos dorados, ensartados en asadores de palo de maqui.

            Acompañando a grandes misioneros de corazón generoso y espiritualidad recia, Mariano va aprendiendo los secretos de la predicación, esforzándose para hacerla sencilla, clara, entendible por hombres y mujeres que viven con mucha simpleza y humildad.

             Las gentes que asisten a las misiones son el pueblo en su estado más puro; muchas veces sin letras de abecedario pero con la honda sabiduría de la vida. Para esa gente, el misionero debe traducir las grandes verdades de la fe y de la doctrina mediante palabras sencillas porque los pobres no necesitan de grandes razonamientos alambicados y confusos de teologías ásperas. Su misma vida es el gran libro de aprendizaje.

V

             Por cartas recibidas desde España, Mariano conoce que una de sus primas ha ingresado al convento del Carmelo para profesar como religiosa.

             Recuerda a María Margarita. Siete años antes se ha despedido de ella en Almudévar, a la hora de partir al sur de Francia para iniciar su propia vida misionera. Ella era, entonces, una jovencita de 21 años, con mejillas de manzana y el cabello del color de los trigales maduros. Ahora, al saber de su decisión, le escribe con cariño:

             -“Me anticipo a darte la más cordial enhorabuena. ¿Qué quieres que te diga? Me parece oportuno hablarte de la fidelidad a la vocación; de aquí proviene todo nuestro aprovechamiento en la virtud. Pon tu mirada en Dios; háblale a El con toda sencillez y amor; haz las cosas por amor a El y no por contentar a la gente; no te apegues a parientes o amigos ni a la reputación de nobleza, hermosura, talento…Por esto mismo te escribiré muy rara vez; ahora lo hago porque te considero muy niña en virtud y necesitas consuelo humano para animarte en lo que has emprendido. Yo no sé si alguna vez volveré a España; pero si así fuere y tuviera que pasar por las calles de nuestro pueblo, no me atrevería a visitar a nadie, como si fuese un extranjero. No creas que he perdido el cariño tan natural a la familia, a los amigos; lo tengo vivo y más que antes; pero de una mortificación valiente puede depender que uno sea santo. Vive la vida interior, no seas amiga de saber novedades; algún fundamento habrá en lo que se dice por ahí: que si alguno quiere saber noticias, que vaya a un convento de monjas…Perdóname, ya que no he hecho más que predicarte, muy ajeno a la familiaridad que requiere una carta entre primos que se han criado juntos. Reza un Avemaría a la Virgen del Pilar, todos los días, para que yo sea un buen misionero…”

             El “buen misionero” que Mariano anhela ser se ha ido dibujando como en esas pinturas en las que el artista tira un brochazo, lo remarca después con más detalle para darle forma y tira otras pinceladas que al poco tiempo desaparecen por inútiles para empezar de nuevo con más perfección.

             Mariano sabe que el genio vivo y el temperamento arrebatado son pinceladas erradas que distorsionan muchas veces el cuadro de su vida.

             Así lo experimentan la tarde de un día de Pascua de Resurrección dos hombres que con algunos grados de alcohol y con furia canina se enfrentan a cuchilladas en una pelea callejera.

             Mariano viene por la calle de San Diego cuando ve el corro de curiosos que anima la pelea; de dos manotazos se abre paso entre el gentío, enfrenta a los borrachos y separa a los enemigos.

             -¡Estamos celebrando la resurrección de Cristo– ruge- y ustedes se están matando como unos bárbaros! ¡Váyanse a sus casas, infelices…!- grita, al mismo tiempo que ve la hoja filuda de la cuchilla que uno de los borrachos le pone al pecho. Entonces, no puede contenerse.

             -¿A mí me amenazas, miserable? ¡Nadie me ha amenazado jamás en toda mi vida!- brama, descontrolado, con toda su voz, mientras con una mano de hierro coge el cuello del pobre hombre, lo levanta en vilo varios centímetros sobre el suelo.

             El hombre trata de aletear buscando apoyo, primero cae la cuchilla y después el borracho, hecho un ovillo.

             El corro de mirones se pone a aplaudir porque la escena les ha resultado más pintoresca y entretenida que lo previsto con un borracho en el suelo, otro que huye asustado y un cura matón que los encara a todos con ojos desafiantes, se sacude la sotana y continúa su camino.

             Una vez en casa, se encierra en su habitación y se pone de rodillas ante el santo Cristo de madera, con la cabeza sumida entre las manos poderosas y ásperas.

             -Señor, Señor- ora– tú has visto lo que ha pasado… pero no es culpa mía; es culpa del vino que está pudriendo el alma de nuestro pueblo…Esta es mi promesa y sacrificio por lo sucedido esta tarde: todo mi tiempo libre, cuando no esté en misiones, lo dedicaré a los hospitales y a las cárceles. ¿Te parece bien, Señor?

             El 3 de enero de 1880, a los 36 años, Mariano parte destinado por los superiores a la comunidad claretiana de La Serena. Allí va  para integrarse al equipo de misioneros que ayuda en los desvelos pastorales al anciano obispo José Manuel Orrego. El norte es terreno bravío. Una diócesis de 140.000 kilómetros cuadrados con apenas 18 parroquias; gente de piel morena por los soles fuertes, agricultores de los valles cordilleranos, pescadores de caletas, obreros de puertos calicheros y mineros endurecidos por la vida, en el alma y en el cuerpo.

             La masonería domina el ambiente del nivel medio de los empleados y funcionarios fiscales. Todo está marcado por el indiferentismo religioso y un anticlericalismo combatiente. La diócesis de 300.000 habitantes cuenta con 18 parroquias y apenas tres órdenes religiosas que sobreviven en conventos viejos: franciscanos, dominicos y agustinos.

             Por otra parte, entre los curas del obispado hay de todo lo que se pida. El mismo Orrego lo reconoce en uno de sus informes a Roma; dice que en su clero tiene “toda clase de peces”. Muchos son curas a los que el arzobispado de Santiago no ha querido admitir. Al llamar a los Hijos del Corazón de María para que establezcan comunidad en La Serena, el obispo quiere dar más agilidad a la evangelización. Anhela abarcar hasta los puntos más escondidos y abandonados de la geografía.

             A ese ambiente caldeado llega Mariano una tarde de 1880 para formar parte de la comunidad misionera. Sus 36 años vigorosos y su genio colorado se pueden prestar fácilmente para hacer del apostolado una verdadera batalla campal. Todo se podría esperar de ese misionero que en una de sus predicaciones en la misión en Junquillar de Putú, en medio del sermón, molesto por el llanto de un niño de pecho, había gritado a todo pulmón:

             -¡Saquen de la capilla a ese ternero!

             Sin embargo, también es cierto que al estar consciente de tener la sangre caliente, el hombre se ha empeñado en no transar con sus defectos.

             En su libreta de apuntes espirituales en esos años, escribe:

             -¡Señor, dame un corazón generoso! Trataré de no disputar jamás con nadie. En las misiones seré todo mansedumbre y en las predicaciones combinaré la fortaleza con la dulzura y la compasión. Jesucristo me da el ejemplo al estar disponible para todos. Yo no debo perder la tranquilidad aunque sean muchos los trabajos y aún en medio de las penas y enfermedades me tengo que hacer violencia a mí mismo con el fin de aliviar a los demás. Todas las faltas provienen del genio y del amor propio. ¡Guerra a estos dos defectos que son mis enemigos”.

VI

             El misionero va aprendiendo que es un enviado. Se le da una misión, una tarea. Estando en tierras del norte del país, Mariano escribe:

             -“Debo tener santa indiferencia para estar pronto a disposición de la Iglesia, sin mirar dónde, cómo, ni con quién me envíen. Aquella máxima de santa Teresa: nada te turbe, nada te espante, ¡qué fortaleza me ha dado! Cuando nuestro querer no tiene por objeto el honor de Dios y el servicio del prójimo, sino que mira hacia nosotros mismos, no es voluntad del Señor”.

             Y la voluntad de Dios manifestada a través de los acontecimientos y expresada por las autoridades de la congregación es que viva, ame y sirva a esas gentes del norte que necesitan el mensaje del evangelio como la tierra reseca suspira por la frescura de las aguas. El misionero realiza su tarea sin colocar sus propios proyectos personales por encima de la misión encomendada.

             Ciertamente la carne también busca su acomodo y su descanso: unos labios para el beso que asegura el cariño y unos brazos que le hagan olvidar los cansancios; pero sería revertir el flujo de su río, sería como encauzar las aguas hacia sí mismo y él no se siente llamado a volverse laguna. Ha vivido situaciones hermosas, ha sabido controlar sus sentimientos sin matarlos; por eso está atento a las situaciones que podrían enmarañar su recorrido. Va dejando anotados algunos propósitos que le van a servir sobre manera.

             -“Trataré de imitar a Jesucristo que no hacía separación de personas. Para mí todos y todas serán hijos de Dios; lo mismo el Papa de Roma, un niño, una muchacha, un mendigo o un preso de la cárcel. Estaré atento a no mirar a las personas que vienen a consultarme, a confesarse, especialmente si son mujeres atractivas, ni perderé tiempo hablando con ellas fuera del templo. Recuerdo que una vez le dijeron a san Francisco de Sales qué le parecía una prima o pariente suya muy hermosa: la veo con frecuencia- dijo el santo- pero nunca la he mirado. Así también debo hacer yo. Y para ayudarme en esto, en este recogimiento interior, buscaré situaciones y cosas que me mortifiquen, por ejemplo, en la comida. Por algo los italianos dicen que no creen en los santos que comen mucho. Tomaré lo que me den y nunca buscaré lo que más me gusta, como chocolate, manzanas, naranjas y caramelos… En cuanto a las mujeres, atenderé con afecto y prudencia a las que se acercan al confesionario, pero cuando me pidan orientación espiritual les pondré como condición que no me llamen nunca a la portería de la casa y les pediré que mejor llamen a otro sacerdote. Esta conducta me ha servido mucho, de lo contrario hubiera sucumbido. Ciertamente que con las viejas no seré tan estricto…”.

             Mariano sabe que el misionero, puesto como ciudad edificada sobre una montaña, es mirado por muchos ojos y que ejerce un cierto poder de atracción que se vuelve tentador, más aún, en medio de pueblos sencillos y de gente querendona  que tiene un dulzor pegajoso de panal. Las muchachas buscan su cercanía, mezclando un sentimiento confuso de admiración, cariño y fervor religioso. Sabe que hay mujeres que andan con excusas de perfección espiritual y que son las más peligrosas de todas en el sentido de querer buscar consuelos sensibles que no encuentran en sus maridos. Una vez le escuchó a un cura viejo un consejo muy práctico:

             -Cuidado- le dijo- con las mujercitas que empiezan con enredos religiosos y terminan dependiendo de los curas y los curas de ellas; empiezan con el Creo en Dios Padre y…terminan en la resurrección de la carne. Amén.

VII

             Valparaíso es el primer puerto de la república y uno de los más importantes en la costa del Océano Pacífico. Los claretianos han fundado allí una comunidad y Mariano Avellana llega como animador responsable de la misma en 1895. El cargo de superior de la comunidad le impedirá salir a misionar en sitios lejanos. Pero le abre la posibilidad de dedicar muchísimas horas a los encarcelados y a los enfermos.

             Anota ese año en sus apuntes:

             –En la actividad de servicio, compañía y anuncio del evangelio a los más pobres, está mi verdadero centro.

             Dice que ha aprendido a respetar, “amar y servir a Jesucristo en la persona del papa de Roma y en igual intensidad en la del mendigo de la calle”.

             Y como el gran hospital de san Juan de Dios queda cerca de la casa misionera, allí va a pasar Mariano gran parte de su tiempo. Ha ideado para el hospital un tipo de misión permanente. En un escrito a sus hermanos de congregación cuenta algo de este servicio pastoral:

             -Hay 18 salas con un número flotante de 600 enfermos; casi todas las semanas se predica y catequiza en cada sala, además de las reflexiones morales que les hacemos al pasar la visita general o dar los sacramentos. Cada semana se da una verdadera misión por las salas y cuando se termina con la última empezamos de nuevo por la primera. Los enfermos nos tienen respeto, amor y confianza. Se instruyen en la fe y nosotros ponemos la semilla que tarde o temprano producirá fruto…”

             Lo que Mariano no dice en esa carta es que cada día se pone el delantal blanco de los enfermeros y dedica parte de su tiempo de capellán en “afeitar a los más pobres y desvalidos, a cortar el cabello, a desinfectar las ropas, a lavar y vendar las heridas, a hacer curaciones, a limpiar baldes, bacinillas, escupideras y orinales”.

             La cárcel de Valparaíso es otra de sus preocupaciones. Acude constantemente para animar, consolar, catequizar a los presidiarios. Les lleva paquetes de té, de yerba mate, bolsitas de azúcar de la que él mismo se priva, y pasa con ellos horas y horas conociendo sus vidas aventureras, sus desgracias y sus sueños imposibles.

             La prisión y las cadenas para el cuerpo se convierten, en muchas ocasiones, en libertad de la conciencia que se sacude de costumbres viciosas para muchos de ellos.

             Sin duda que la experiencia ha sido significativa. Con poco más de diez años en Chile, el padre Avellana ha hecho un recorrido espiritual costoso pero en ascenso: atento a dominar sus furias y las pasiones, animándose a servir apostólicamente a los prójimos más débiles y empobrecidos, fiel al lema que se ha fijado desde los comienzos: ser santo o pedir a Dios la muerte. Está, por lo tanto, en un período de su existencia particularmente intenso. A los cuarenta años puede decir que ha ido cumpliendo lo que le escuchó al padre Claret cuando pasó por el noviciado en Francia, camino del final de su vida: caminar siempre hacia el futuro y nunca hacia atrás como hacen los escarabajos, había dicho en esa ocasión el fundador.

VIII

             Mariano estaba en la comunidad de Curicó cuando sufrió el ataque de parálisis facial. Se sintió limitado en su actuar como misionero. Se impuso entonces un programa exigente de recuperación que incluía ortigarse el rostro cada mañana para activar la zona adormecida. Pero la enfermedad, que fue superando poco a poco, le dio ocasión para decidar más tiempo a la oración. Se hizo un enorme listado de intenciones por las que todos los días pedía a Dios su bendición sobre determinadas personas. Impresiona ver cómo oraba tanto por los importantes como por los pequeños y desconocidos socialmente. Dejó escrito en sus apuntes:

             – “Voy a orar por los noviciados claretianos, por el papa León XIII y los obispos, por todas las autoridades civiles y los gobiernos de Italia, España. Chile, México y Francia. También por los más grandes pecadores como el rey Humberto (de Italia) y por los que persiguen a la santa Iglesia; por los peregrinos, los navegantes, los pobres, los encarcelados, los enfermos. También oraré por mis amigos: el párroco de mi pueblo, por el obispo Gil, el arzobispo Valdivieso, el papa Pío IX, el general Zumalacárregui y los carlistas, los padres Berenguer, Vall-llovera, Ruiz, Ramírez, Bayona y el Hermano Miguel Xancó, todos ellos ya fallecidos…”

             Con el paso del tiempo la lista se va alargando. Es un modo de comprometerse con aquellos a los que estima; son rostros concretos, vidas históricas, que va presentando a Dios y a María, la madre del amor hermoso, bajo el signo de su Corazón. El listado llena páginas y páginas de sus apuntes particulares. “ El padre Carlos Soler, de los jesuitas; el padre Pacheco, recoleto franciscano; el padre Camilo Ortúzar, salesiano; el padre Sanhuesa, que es mercedario; el padre Damiánn de Veuster, de los sagrados corazones; la hermana Victoria, portera del hospital de Valparaíso; la Hermana cocinera en el hospicio; el cura polaco de La Serena, que habla siete idiomas; el ajusticiado de Valparaíso; el tío Manguillas, que era poeta; el zapatero Gutiérrez y los dos campaneros; el ciego Pedro Pizarro y el viejito Cáceres; el senador Alvaro Covarrubias; el peruano viejito de Chocalán; el minero Aniceto Izaza, de Carrizal Alto; el general Bulnes; el pobrecito baldado de Curicó; Manuel Véliz, botero de Coquimbo; la sobrina de doña Jesús Piñera, de La Serena; la mamá del dentista Soler; la niña de Gualleco; la mujer de la calle del Dieciocho; el presidente Federico Errázuriz; la esposa del encuadernador de la calle Gálvez; el ex rey don Francisco de Asís, de España; la hija del cojo; el periodista Jorquera, de Valparaíso; el pobre de la calle Serrano; el peluquero Sánchez, de La Serena; la Guillermina, de Palqui; el gordo Aguirre, de Huatulame; la tísica de Freirina; la suegra del Inspector de Huasco; doña Isabel de Borbón; los dos viejitos del hospital de Coquimbo…”

             Mariano ora por todos: reyes, pordioseros, obispos, curas, ancianos, presidiarios, enfermos, generales, niñas, suegras y “el zapatero Gutiérrez y la hija del cojo” que conoció en algún rincón de la larga geografía de Chile.

             Para él sólo le pide a Dios que le permita volver a predicar y que la hora de la muerte lo encuentre en un hospital de pobres. El misionero ha entrado en una etapa de la vida en que empieza a volar muy alto. La herpes, la parálisis del rostro, la llaga en la pierna, los trabajos apostólicos, los reveses de la vida comunitaria, la oración como presencia habitual de Dios, las tentaciones de comodidad, de vanidad, de apetencias sensuales, el servicio a los presos y a los enfermos…todo ha sido una subida, peldaño a peldaño, esforzadamente, con alegría y constancia. El genio endemoniado lo tiene sujeto a su voluntad de hierro. En los planes de Dios, Mariano va a dar todavía unos destellos luminosos que justifican la voz que corre por los pueblos y entre la gente sencilla:

             -“Lo llamaban el santo padre Mariano y tenían mucha razón”- dirá el obispo Florencio Fontecilla en más de una oportunidad al recordar a uno de sus más leales colaboradores.

IX

             Han pasado los años. En realidad, el “buen madero” al que había que quitarle algunas astillas, como había expresado en una ocasión su superior en el noviciado al informar sobre Mariano, se ha convertido en un árbol frondoso y de buenos frutos. Muy poco queda de aquel jovencito arrebatado que había acaudillado una rebelión en el seminario de Huesca con la intención de participar en las farándulas del carnaval; casi nada queda del misionero bramador que había hecho sacar de una capilla de campo a una criatura que lloraba por mamar, diciendo con enojo: ¡saquen a ese ternero! Nada queda de aquel Mariano que casi había despernancado a un perro con uno solo de sus gritos, o de aquel sacerdote iracundo que enfrentaba peleas de borrachos en medio de la calle o que amenazara con meter de cabeza en la carbonera del barco a los vendedores gitanos que decían palabras de irreverencia.

             Su trabajo espiritual ha sido constante y de orfebrería. Por eso ahora puede escribir en sus apuntes:

             -“ Debo predicar sin gritar, así se oye mejor y con gusto. En los sermones doctrinales trataré de los mandamientos, pero con sencillez. Me esforzaré en consolar a los afligidos, a los enfermos, a los que padecen hambre, porque se podrán decir muchas cosas para el disimulo, pero los pobres son los que padecen frío, sed, hambre, desprecio, abandono y burlas.  Mansedumbre, siempre mansedumbre; jamás debo reprender ásperamente a nadie…

             A los 60 años de edad, maduro ya para recibir la corona de los hijos, Mariano continúa su trabajo de misionero. Vuelve a las tierras del norte. Concentra su atención en los hospitales de pobres y en las cárceles donde la vida es infrahumana. Lleva en sus manos y en corazón la bondad de Dios y se transforma en un apóstol del pueblo.

             El P. Lorenzo Cristóbal lo expresa en Crónica y Archivo dando este testimonio: “Se dio al apostolado sin descanso y a su propia santificación con un vencimiento hasta el heroísmo de su fuerte naturaleza y un gran espíritu de oración, fiel a su lema o santo o muerto” (t. XI, p. 254). El camino de santidad que hizo es una invitación a todos ya que nos enseña que con una fuerte voluntad y con el auxilio de la gracia de Dios cualquier naturaleza puede ser vencida en sus defectos y llegar a un grado de santidad ejemplar. Para nosotros aparece como un hombre convencido en su vocación de religioso y misionero y que sabe que no hay alternativas; de religioso lo confirma su santidad y de misionero su actividad incansable en más de 700 misiones, sus continuas visitas a las cárceles y a los hospitales. De que es santo, lo canoniza el pueblo que lo llamaba “el santo P. Mariano”  y la Iglesia al declararlo Venerable el 23 de octubre de 1987 por el papa Juan Pablo II.

 Por Agustín Cabré Rufatt, cmf.