Bobby Juaton

BOBBY JUATON:

APRENDIZ DE MISIONERO

 

 

Gonzalo FERNÁNDEZ SANZ, CMF

 

 

Morir a los 27 años

 

            El 7 de junio de 1981 era un día caluroso. Se decía que el verano llegaba adelantado. ¿O es que era ya tiem­po de cosecha? En el seminario claretiano de Colmenar Viejo, Madrid, España, el ambiente era festivo: se celebraba la profesión perpe­tua de Mariano José Sedano.

            Bobby se había desplazado con el padre Ildefonso Murillo y el estudiante Herminio García a El Boalo, un pueblecito de montaña confiado pastoralmente a la comunidad claretiana. Tenían que haber llegado para la ceremonia de la profe­sión. No lo hicieron. No pudimos entender entonces que, mientras uno ofrecía su vida a la causa del evange­lio, otro consumaba un ofrecimiento de casi 27 años.

            A partir de las 14.30 los acontecimientos se fueron atropellando y casi no merece la pena establecer ya su cronología. Con el paso de los años se comprende mejor cuál es el sentido de las situaciones límite, por qué determinadas experiencias poseen una densi­dad que nos permite ver la vida y la muerte en toda su hondura. Justo en esos instantes, cuando uno no sabe si su hermano pertenece al reino de los vivos o al de los muertos, se puede llegar a intuir que no existe, en el fondo, una diferencia absoluta. Que es casi lo mismo. La muerte no es capaz de interrumpir radicalmente una pre­sencia.

            Hacia las cuatro de la tarde se sabía con precisión el balance de lo ocurrido. Ildefonso y Herminio habían sido ingre­sados en el hospital “La Paz” de Madrid. Bobby había muerto. Su cuerpo yacía en la morgue del hospital “Ramón y Cajal”. También había fallecido el conductor del otro vehículo. Dos muertes en el tiempo breve de un saludo.

            Bobby, tan enamorado de la vida. Él, que hasta ha­cía unas horas había sonreído. Lloramos.

            La noche del 7 al 8 de junio fue intensa. La comunicación con Filipinas parecía imposible. Sólo des­pués de mucho tiempo, y de forma indirecta, se pudo dar la noticia. ¿Qué dijeron los suyos, papá Félix y ma­má Rosa? ¿Qué podían decir a tantos kilómetros de distancia? Una vez más, la fe supo acoger el dolor. Ese día, todo el pueblo de Ayala, en Filipinas, entendió que aquel niño, que desde los seis años había empezado a ayudar a misa en la iglesia, se quedaba definitivamente con ellos.

            Cuando, meses después, pedí algunos testimonios, alguien escribió: “Toda la gente de Ayala deseamos que su muerte no haya sido en vano”. Y los jóvenes, sus amigos, se atrevieron a más: “Tu recuerdo será una constan­te inspiración para nosotros y para todos los jóvenes que sientan el desafío de ocupar tu espacio”.

            El entierro fue el día 9. “Os conviene que yo me vaya”. Quisimos titular su celebración con unas palabras tomadas del evangelio de Juan. Para enton­ces, después de dos días intensos, la esperanza era ya más poderosa que las lágrimas. La muerte de Bobby se reveló convocadora: unió a hermanos y amigos. No faltaron las flores de tres amigas filipinas. Eran flores que, al menos simbólicamente, venían del otro lado del océano y jugaban a ser puente de sentimientos.

            Se apagaba la tarde.

 

Un testamento pobre

 

            Aparte del don de su vida, Bobby nos dejó pocas cosas: un diario de grafía nerviosa y casi ininteligible, una cinta con alguna de sus canciones, su blanca sotana de misionero, la cruz de su profesión, una planta cuidada con es­mero y. . . un canario. Todas, cosas de poca monta.

            Se me ocurrió preguntarles, recabar su ayuda para reconstruir la vida de Bobby. Hablaron. Las cosas, cuan­do son contempladas con cariño, se vuelven transparentes. Todos queríamos conocer su vida. No sólo porque su muerte nos había despertado sino porque, ya antes, intuíamos un sendero de autenticidad. ­

            Ahora pongo por escrito aquellas confidencias. También las que han llegado de Filipinas y otras que an­daban albergadas en el corazón de algunos. Así, de modo muy cordial y algo deprisa, han nacido estas páginas. Por eso, no se puede decir que ésta sea una vida crítica. Se ajusta -eso sí- a la realidad, pero leída en clave de simpatía. Esta no es una vida para engrosar ninguna co­lección. Ni siquiera para ser publicada. Es una vida para ser agradecida y, a lo más, para ser contada.

            Tampoco es una vida sentimental sino provocativa. Y, si esto añade una explicación ulterior, una vida clare­tiana. La de uno de los nuestros que no encontraba ninguna oposición entre el rezo diario del Rosario y la ad­miración por la música de Carole King. Que se reconocía a sí mismo en aquellas palabras de la Autobiografía: “Soy por naturaleza muy compasivo” y, al mismo tiem­po, se reprochaba la tendencia a exigir demasiado a los demás, a mostrarse impaciente y subjetivo en sus apre­ciaciones.

           

En el rincón de Ayala

 

            Félix Juaton Espinosa (Bobby) nació en Ayala, un pueblito de la periferia de Zamboanga, en el sur de Fi­lipinas. Era el 20 de julio de 1954.

           

            Por entonces, el pueblo filipino, independiente des­de el año 1946, estaba empeñado en una gran empresa de re­construcción nacional. La última guerra había convertido su suelo en escenario del enfrentamiento entre nor­teamericanos y japoneses. Se estaba viviendo una nueva etapa histórica después de siglos de presencia coloniza­dora española y norteamericana.

            Si uno toma el mapamundi debe mirar hacia la de­recha y luego abajo para descubrir unas manchas arruga­das que se extienden por encima de la gran Australia. Son el pequeño paraíso de las islas Filipinas. Un mosaico de unos trescientos mil kilómetros cuadrados formado por más de siete mil islas e islotes.

            La sociedad filipina es, desde muchos puntos de vista, una sociedad de contrastes. Oriental por situación geográfica e histórica. Occidental por los constantes influjos recibidos. País de gran riqueza natural y de injusta distribución de sus beneficios. Una de las naciones asiá­ticas más avanzadas en el terreno de la educación y con un alto porcentaje de católicos. Una democracia puesta en entredicho y una comunidad que vive todas las conse­cuencias de su explosión demográfica.

            Ayala está en el Suroeste, en la gran isla de Minda­nao. Bobby nació asomado al mar y algo de esta inmen­sidad se le quedó para siempre pegada al alma. Fue el cuarto de una familia de seis hermanos.

            En aquella década de los 50 todos deben trabajar porque nada sobra. En medio de este ambiente laborio­so, nunca febril como el de nuestras ciudades industriales, experimentó la alegría ante las cosas bien hechas. Después, con el pasar del tiempo, algunos le llamarán perfeccionista.

            Y allí aprendió también a hablar a Dios, aunque no lo conociera. Estas cosas primordiales se aprenden siempre así. Nacen en el calor del hogar y determinan luego toda una vida. A los cuatro años sabía rezar el Rosario y, a los seis, ayuda como monaguillo al P. Eu­genio Pérez, claretiano. Todos los días, antes de ir a la escuela, asiste puntualmente a misa.

            ¿Cómo era Bobby de niño? La gente de su barrio lo recuerda como un muchacho alegre, aseado y hasta elegante. En los estudios fue número uno sin sentido de la competitividad. En el juego, apasionado. Jugaba a to­do lo que juegan los niños, incluso a decir misa. Con esa convicción emocionante con que los niños consagran, cuando se lo proponen, el agua y las galletas. Y hasta te­nía buena voz. Por eso fue elegido durante cuatro años consecutivos para representar el papel de ángel en las ce­lebraciones de Pascua.

 

La primera decisión

 

            En el año 1967 comienza la escuela secundaria. Bobby tiene ya 13 años y no renuncia a ninguno de los problemas e ilusiones que aparecen, casi por arte de magia, a esta edad. Incluso le pasó por la mente la idea de entrar en el semanario y hacerse cura de veras, pero le costaba despegarse de los suyos.­

            Los suyos, además de su familia, eran también el mar y ese aire provincia­no y distinguido de su pueblo. Porque dicen que los zamboangueños llevan la clase en la sangre. Decidió es­tudiar en el “Ateneo de Zamboanga”, un colegio religio­so dirigido por jesuitas. Todos los días tenía que reco­rrer dieciséis kilómetros desde su casa hasta el centro de la ciudad.

            De esta época no hay muchos recuerdos. Hubiera sido importante poder contar con sus propias palabras, pero todavía no estaba habituado a hablar de sí mismo. Vivía, e iba abriendo los ojos a lo que más tarde sería su obsesión. Supo entonces lo que era la pobreza. En ocasiones, los mendigos de la calle le hacían llorar. Lo mis­mo los de Zamboanga que, pasados algunos años, los de Manila, Roma o Madrid.

            En casa ayudaba cuanto podía. Durante un tiempo, lavando la ropa de cama de los miembros del Cuerpo de Paz norteamericano que operaban en la zona. Después, cuando se fueron, vendiendo frutas y verduras con su madre en una pequeña tienda. Sus padres jamás estarán lejos de él. Incluso cuando se encuentre a miles de kiló­metros de ellos sentirá cercana su presencia.

            Transcurrieron así cuatro años hasta la terminación del high school. No fueron un mero paréntesis. En su propio informe para la profesión perpetua comprenderá que “la llamada de Dios a tomar parte en la misión de su Hijo pasó a través de acontecimientos insignificantes”.

            Vino después el momento de la primera decisión. Lo de Bobby era relativamente claro. Él había apostado siempre por la generosidad. El hecho de vivir en ese rincón de Filipinas y no en el corazón de Buenos Aires o Chicago contribuyó a crear un hombre sensible a todo y no un pequeño monstruo unidimensional. Existen cier­tas personas que han recibido de Dios el don de la uni­dad y de la síntesis. Cuando uno se acerca a ellas se da cuenta en seguida de lo que quieren y de lo que viven. No son personas dramáticas ni dubitativas. Se les escapa la paz desde dentro.

            Bobby era así aun en medio de los conflictos. Y nunca se le pasó por la imaginación ser banquero o di­rector general o millonario. Es decir, nunca quiso estudiar para ser el mejor de todos. El quería ser médico para poder ayudar gratuitamente a los más necesitados. Sus padres lo animaban, pero las cosas siguieron otro cauce.

            Fue en la playa. ¿Por qué también la vocación de los primeros discípulos tiene un cierto sabor a mar? Unos cuantos claretianos habían organizado una merienda al aire libre. Invitaron a Bobby. Y allí, alguien hizo de profeta. En la historia de toda vocación existe siempre algún atrevido que presta sus palabras a Dios. Le di­jo que por qué no sacerdote en vez de médico, que me­recía la pena, que contaban con él. Todo lo que se dice cuando uno está empeñado en comunicar el propio go­zo.

            Bobby dijo que sí, que de acuerdo, que no había que darle más vueltas. Emilio Pablo, amigo entonces y formador más tarde, recuerda todavía unas palabras que se le quedaron esculpidas: “Si entro, es con la intención de no volverme atrás”. Bobby conocía el evangelio y sa­bía que un discípulo de Jesús no es como un muchacho que entra de aprendiz en un taller mecánico y que pue­de pedir tranquilamente la paga al final de la semana.

            ¿Por qué, además de sacerdote, claretiano? Se di­ría que es una pequeña ironía del destino. Toda su vida de estudiante se desarrolló entre jesuitas, franciscanos y dominicos. El escogió a Claret.

            Como en aquel tiempo los claretianos filipinos no tenían todavía un seminario propio, transcurrió los años del college (1971-1975) en el Seminario Franciscano de Nuestra Señora de los Ángeles. Cambió su Zamboanga de siempre por Quezon City, la moderna ciudad construida para ser capital del estado y que formaba ya par­te de la gran Manila.

            Son años de formación en los que alterna el estudio con el apostolado. Algo franciscano debió de quedársele para siempre en­tre las manos. Tal vez esa honda sensibilidad estética que daba a su temperamento oriental un atractivo particular. O quizá la sencillez y la sonrisa, verdaderas tarjetas de presentación que a muy pocos pasaban desapercibidas.

            En 1974 se produce un hecho que él no olvidará: una especial confirmación de su afán misionero. Consi­guió convertir al catolicismo a cinco estudiantes musulmanes. Él prefería decir que había acompañado a cin­co hermanos en el camino de la fe.

            Durante las vacaciones solía regresar a Ayala. Se empapaba otra vez de mar y de aire provinciano. Enton­ces era ya un joven. Hablaba con fluidez el inglés, era un enamorado de la música y de los deportes y alguna zamboangueña albergó ilusiones. De este tiempo arranca aquella pizca de picardía que Bobby dejaba traslucir con frecuencia y que se expresaba en miradas, juegos de pa­labras, gestos y omisiones.

            Vinieron luego los años del noviciado y de los estu­dios teológicos cursados en la Universidad de Santo To­más de Manila. Años intensos. Filipinas vive ya desde 1972 bajo la ley marcial impuesta por el presidente Mar­cos. Manila crece desmesuradamente. Se está convirtien­do en un símbolo de la polis moderna. El lujo y la mise­ria se dan la mano.

            Son los años en los que el horizonte de Ayala se dilata. En Manila uno se encuentra en sintonía con el mundo. Sabe en seguida si Nixon ha dimitido o Franco ha muerto. Son los años en los que empieza a distinguir la esencia de la existencia. Saluda desde los libros a Karl Rahner y a Rudolf Bultmann. Descubre que Jesús llama­ba a su Padre Abbá. Aprende de memoria los éxitos de Cat Stevens y los  Bee Gees. Se da cuenta de que el mundo no puede continuar de este modo, de que la dialéctica “yo subo más – tú te aguantas” no tiene nada que ver con el evangelio de Jesús. Y se promete a sí mismo no permanecer impasible ante la gente que sufre.

            Su vocación misionera seguía estrechamente ligada a este universo de inquietudes hasta confundirse con él. Era, ante todo, un misionero. Un misionero un poco a la antigua, si se quiere, de esos que se lo toman en serio desde el principio porque creen que algunas cosas no pueden ser entendidas a plazos. A comienzos de 1979 no po­día sospechar de qué modo tan extraño iba a tener lugar su deseo.

 

 

Hasta siempre, Filipinas

 

            Durante la eucaristía de aquella mañana del 16 de agosto de 1979 no pudo estar atento. Pensaba en la pe­lícula que había visto por la noche y, además, le seguía doliendo la rodilla izquierda. Al salir, Romi Babas le dijo que el padre Carmelo Astiz tenía algo que decirle. Desayunó despacio, tratando de ganar tiempo y adivinar de qué se trataba. Después se decidió sin miedo.

 

  • Sí, adelante.
  • Romi me ha dicho que querías verme.
  • Es cierto: hay una sorpresa para ti.

 

            Con Carmelo Astiz estaban Emilio Pablo y Alberto Rossa, el equipo formativo del seminario. Se cruzan algunas mira­das breves. Bobby sospecha. Ellos leen en voz alta la carta llegada de Roma: había sido designado para parti­cipar en el Capítulo General como estudiante invitado. Dudó unos segundos, hizo un cálculo rápido de las con­secuencias y dijo que sí.

            ¿Qué sintió entonces? ¿Cómo encajó una propues­ta de tal envergadura? Ahora es posible responder a estas preguntas con más objetividad. Su diario comienza con el relato de aquella conversación. Fue un momento deci­sivo. Intuyó el significado del acontecimiento. Y no disi­muló su ilusión: “Esto nos brindará la posibilidad de compartir nuestras esperanzas y experiencias desde la perspectiva filipina”. No se podía pedir mucho más.

            Ese mismo día se puso en marcha para arreglar sus documentos. Le acompaña Emilio. Dos días más tarde, casi a quemarropa, llega la segunda propuesta:

– ¿Y si continuaras viaje a España para terminar allí la teología?

– …

 

            Esta vez no resultaba fácil responder a la primera. El proyecto era ambicioso, pero. . .

            Él no tenía ninguna gana de irse lejos. Prefería que­darse en Filipinas, en contacto con su gente. Hasta ahora había sentido su vocación misionera ligada a su tierra. No le hacía ninguna gracia coger el hatillo, comprarse un par de sandalias y hacer de Abraham por esos mundos de Dios.

            Se tomó un día entero antes de responder. Com­prendió que el excesivo apego a lo suyo podía ser “un producto sentimental o una vaga sensación de racionalismo”. Y entonces se armó de coraje. Después de todo, a lo mejor había llegado la hora de ser misionero en Euro­pa: “Desde la perspectiva claretiana -es decir, desde la misión de los claretianos en este momento de la histo­ria- me doy cuenta de que necesito arriesgarme y dar el salto. Considero un compromiso colectivo y comunita­rio servir de puente entre nuestros hermanos mayores españoles y la generación filipina que está llegando”.

            Le brotó espontánea la vocación de puente y de pontífice. Y la expresó con palabras programáticas. Él recordaba bien las tensiones que había creado en la comunidad filipina esta diferencia generacional y estaba dispuesto a ser vínculo de unidad. La respuesta se le hi­zo aún más patente en la oración: “Ve y yo estaré con­tigo”.

            Había llegado la segunda opción decisiva de su vi­da. Por nada del mundo -lo había dicho en la playa­- quería echarse atrás. Reservado al principio, como buen oriental, pero resuelto una vez que había comprendido el alcance de lo que tenía que hacer.

            Del 22 al 24 de agosto estuvo en Ayala despidiéndose de su familia. Fue una sorpresa que terminó en fiesta y en ce­lebración. Era como tomar oxígeno antes de emprender el vuelo. Decir adiós a papá y a mamá, y a Etbino y a Gil y a Rodelio y a Rosalía y a Nelia. Y a Erlinda y a Elías. Pedir la bendición. Volver a mirar el mar de siempre y sentir una inaplazable vocación de pescador. Jugar con los pequeños y prometer a uno de ellos su ayuda econó­mica para que en el futuro pudiera estudiar como él.

            El viaje a Ayala fue una liturgia. Fue, además, una necesidad vital. Bobby necesitaba confiar a todos, a las personas y a las cosas, el punto al que había llegado lo que un día naciera allí. Esta confesión personal y la res­puesta recibida fueron momentos de un diálogo impres­cindible. Entonces ninguno pudo sospechar que, en rea­lidad, era una despedida para siempre.

 

La presencia de Asia en el XIX Capítulo General

 

            El 25 está ya de regreso en Manila. Celebra la euca­ristía con toda la comunidad y, entre lágrimas, regala sus últimas palabras de apoyo a un hermano en dificultades. Pasan las últimas horas. A veces muy deprisa; otras, se hacen in­terminables. A las 7.30 de la tarde Filipinas es sólo una mancha desdibujada desde la ventanilla del avión. El vuelo 864 de KLM significa el desierto entre dos pa­trias: una querida; la otra aún por conocer. En el aero­puerto había recibido la bendición del padre Emilio Pablo y había puesto todo “en las manos de Dios”. Ya sólo quedaba, entreabierta, la puerta del futuro.

            Durante el trayecto conversa con algunos pasaje­ros. Hay quien lo toma por un diplomático al saber que se dirige a Roma para un congreso. Una hora de escala técnica en Bangkok y cambio de avión en Atenas. Inten­ta averiguar si los griegos del siglo XX siguen hablando igual que los griegos del Nuevo Testamento. Consigue reconocer una palabra y se emociona. Un DC-9 de Alitalia lo lleva directamente al aeropuerto de Roma-Fiumicino después de muchas horas surcando los cielos.

            Roma es como una introducción a Europa. Una vez vista Roma, uno puede entender mejor otras cosas de es­te pequeño continente. Roma es, por decirlo exageradamente, una asignatura que conviene aprobar. Al contra­rio que otras ciudades de hormigón y sólido hierro, Ro­ma se presenta acogedora, dispuesta a evocar una histo­ria de siglos.

            Bobby se encontró desde el primer momento como en casa. Desde la ventana de la habitación 92 del edificio donde se celebraba el Capítulo General, la Curia General de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, en la Vía Aurelia, puede ver un mar de tejados y muchos árboles dispersos. ¡Europa! ¿Qué es lo que ha venido a hacer aquí?

            Pronto el P. General le confirma algo que ya sabía: su destino a España. Pero esto, a decir verdad, pasa a un segundo plano en cuanto empieza el Capítulo. Era ésta la experiencia central, el núcleo de todos los contrastes. Ante todo, experimenta una extraña sensación de encontrarse entre los “grandes”. Él, un claretiano de última hora, se codea­ba con los que, desde la viña joven de Filipinas, debían de parecer patriarcas de claretianismo.

            Estaba allí mientras se hablaba de constituciones y de opciones preferenciales. Dedicó muchas horas a me­ditar la Autobiografía de Claret y a traducir documentos en la Oficina Técnica. No faltaron los tiempos libres pa­ra asomarse a Italia. San Pedro le pareció fantástico y grandioso: “¡He soñado tantas veces venir a este lugar, poder verlo, tocarlo!”. Conoce, además, Asís, Florencia, Pompeya, Montecasino y Nápoles. Admira todo y, sin embargo, sigue pensando que el mar de Ayala es inigua­lable.

            Su verdadero centro de atención está en el aula ca­pitular: la misión del claretiano hoy. ¿Cómo ser claretia­no sin perder nada valioso del pasado y sin defraudar ninguna esperanza del presente? ¿Y acaso no podía aportar él un nuevo horizonte, pequeño pero nuevo, a los viejos claretianos?

 

           

España desde cuatro ruedas

 

            El encuentro con el Papa Juan Pablo II puso punto final a su es­tancia en Roma. Queda la fotografía que recoge el abra­zo de dos sotanas blancas. Nada más. Hubo demasiada emoción para poder recordar las palabras.

            El domingo 14 de octubre, a las 5.15 de la mañana, emprende por carretera el viaje hacia España. España, pensada así, sobre cuatro ruedas, debía presentarse con trazos bastante indefinidos. De allí habían llegado a Fi­lipinas en el siglo XVI los primeros colonizadores. De allí siguieron llegando durante más de trescientos años. De allí había venido la fe cristiana. Allí había nacido Antonio María Claret y casi todos los que habían establecido la Congregación en suelo filipino.

            Así, de la noche a la mañana, empieza una nueva etapa que puede ser reconstruida con bastante precisión. Su diario va sometiendo a palabras los días, las semanas y los meses. Y uno puede leer cosas como éstas: “He vis­to la nieve por primera vez en mi vida”, “Hoy me ha lle­gado una carta de papá y de mamá”, “He hecho mi pri­mer examen en España”. Sucesos menores que van con­figurando la nueva situación.

 

Haciendo la comunidad

 

            A Colmenar Viejo llegó el día 17 de octubre de 1979, memoria de San Ignacio de Antioquía. Lo esperaba una comunidad numerosa y una imponente mo­le de granito. Los primeros días están ocupados por esas cosillas que uno tiene que hacer cuando llega a un nuevo país: trámites legales, presentaciones, visitas. En seguida, el arranque misionero. A los cuatro días de su llegada habla en la iglesia del seminario sobre la misión. La in­tensidad de sus gestos suple lo que le falta a su español. Quiere decir a la gente que el anuncio del evangelio es una tarea de todos, que él, con cara de chino, estaba allí para comunicarlo a esa vieja iglesia cristiana.

            Durante los primeros días de noviembre conoció los lugares catalanes de Claret. Estuvo en Barcelona, Sa­llent y Vic. Al ver el pequeño cuerpo de Claret guardado en una urna de cristal debió de acordarse de aquellas palabras que Pío XII pronunció el día de su canonización: “pequeño de estatura, pero gi­gante de espíritu”. ¿Cómo era posible que un hombre como éste hubiera puesto en movimiento a tantas per­sonas, a él mismo?

            Allí, en Vic, reposaba el cuerpo del Fundador. Es­e era el centro histórico de una gran familia, pero el centro vital estaba repartido por muchos lugares. ¿Aca­so no era Filipinas parte de ese centro? ¿No correspon­dería a esta joven comunidad tomar algún relevo? ¿Y cómo tomarlo sin conocer bien el pasado? La estancia en España se presentaba como una posibilidad única, como un desafío.

            Cuando uno se tropieza desde por la mañana con una sonrisa le resulta difícil adivinar el pequeño drama que un hombre puede estar viviendo por dentro. No faltaron los momentos difíciles durante los primeros me­ses. Era el esfuerzo de tener que empezar otra vez, casi un segundo parto. Para él, todo era extraño: el clima, la ali­mentación, el tipo de estudios, la lengua, las costumbres … y hasta el cielo. Uno puede hacerse el mártir y explotar al máximo todas las exenciones a que da lugar el estatu­to de nuevo. O puede mirar adelante con arrojo. Este fue el estilo de Bobby.

            A veces el esfuerzo acababa en oración: “Señor, ayúdame a entenderme con mis hermanos de aquí. Ábreme a su modo de pensar. Espero poder hablar bien español cuanto antes”.

            Durante los fines de semana fue visitando los luga­res donde la comunidad formativa desarrollaba su apos­tolado. Pudo conocer cómo funcionaban las parroquias, los grupos juveniles, las misas con niños, etc. Después re­sume su experiencia en notas lacónicas. Y termina siem­pre alabando al Señor. Era demasiado pronto para emitir juicios o aventurar cambios de rumbo. Fue un tiempo de extraordinarios silencios.

            Antes de Navidad hace los ejercicios espirituales con la comunidad. Agradece al Padre “esta posibilidad de estrecho contacto con la vida”. Esta realidad -la vida- era su monomanía. Una palabra que le permitía ex­presar lo esencial. Vivir; es decir, no dejar sin respuesta ninguna de las llamadas que Dios dirige al hombre. No poner nada entre paréntesis. Fueron días tranquilos, la oportunidad de hacer una evaluación serena de los últi­mos meses.

            Llegaron después la Navidad, la experiencia del XIV Capítulo Provincial de Castilla y los exámenes del primer semestre. Vive de cerca algunas tensiones comu­nitarias, pero no toma partido. Busca para él y para los otros un lugar de síntesis que permita el encuentro de las diversas posturas y la superación de los problemas. Comprende que ese lugar es la entraña misma de la vo­cación que todos han recibido. Se da cuenta de que, frente a las divisiones menores, alguien tiene que subra­yar la unidad esencial. Y lo dice: “Es verdaderamente un don el que todos hayamos acudido a un lugar en el que podemos compartir esos sueños que brotan de una fuen­te que nadie logra explicar del todo”.

            Durante este tiempo juega a ser vínculo de uni­dad renunciando a todo protagonismo. Es una labor sub­terránea que no queda infecunda. Una política de mano izquierda que puede pasar inadvertida a la mayoría. Ha­bla de reconciliación y el juicio lo dirige a sí mismo. El 21 de febrero de 1980 traza su autorretrato espiritual con media docena de frases. Se acusa de falta de objetividad en la apreciación de los demás, miedo a hablar claro, cierta dosis de personalismo e impaciencia. Agradece lo que considera positivo: la serenidad, la apertura a Dios y a los hermanos, la sensibilidad a la justicia y el optimismo frente a la vida. Resume toda su inquietud en un poema escrito en español. En él se ve a sí mismo como un pe­regrino que va interrogando a las cosas “en una mañana silenciosa y fría”. Al final, con frases todavía algo tor­pes pero sugerentes, intuye la respuesta:

 

En estas experiencias, cuestiones del campo,

levanté mi cabeza y vi una preciosa pintura

sobre la montaña árida y rígida,

cubierta con nieve preciosa y pura.

Y ahora, Señor, en esta mesa,

en una celebración de la familia,

tú me respondes a las preguntas por la vida.

Gracias por tu amor, fidelidad y confianza.

Te doy mi vida, mi fe y mi esperanza.

 

            La respuesta que él busca viene acompa­ñada de manteles y de flores, tiene sabor a vino y a presencia, se hace clara en una “celebración de la familia”. El gozo inmenso de sentirse bien en comunidad y su constante reflexión sobre la vida presiden en adelante su tiempo.

            Ve que las tensiones van encontrando salida y que el español fluye con más espontaneidad. Esto le procura sosiego. Su vida no difiere apenas de la de los demás hermanos. Ya es uno de tantos y participa activamente en el apostolado.

            Durante la Semana Santa pudo conocer de cerca la religiosidad de la gente de un pueblecito zamorano. Con ella rezó muchas veces el Rosario e hizo procesiones parecidas a las de Ayala. Tocó la guitarra, bailó y celebró la Resurrección por todo lo alto. Ya en casa, sin ganas de repasar cada experiencia, resume todo en una especie de desahogo: “¡Qué Semana Santa tan significativa en­tre la gente sencilla de Sesnández de Tábara!”. Y se trae en su agenda la dirección de algunos amigos que nacieron allí, al calor del Misterio Pascual.

 

Entre los muros del monasterio de Yuste

 

            La experiencia fuerte vendría un mes más tarde. Tiene lugar entre las paredes, los monjes y los árboles del monasterio de Yuste, al norte de esa tierra de conquistadores que se llama Extremadura. Son los ejercicios espirituales previos a la profesión perpetua.

            El marco es único. Desde el primer momento que­da encantado de este monasterio jerónimo. No por su grandeza o antigüedad, sino “por su atmósfera de silencio y de contemplación”. Supo en seguida que aquí ha­bía muerto, en 1556, Carlos V, el padre de aquel otro rey, Felipe II, que diera nombre a sus islas. Y, sin querer, Yuste se convirtió en símbolo de su misión de puente entre dos culturas y dos generaciones de claretianos. “Te pido, Se­ñor, que abras mi corazón para que pueda discernir, a través de tu Espíritu, esta vida que ahora vivo. Es toda tuya, la sé. Guíame, inspírame siempre, para que mi vi­da esté dedicada al servicio de la misión que tú me has confiado”.

            Las Completas de los monjes terminaron aquel 30 de abril con una antífona a la Virgen. Bobby, retirado ya en su celda, la prolongó por escrito: “María, madre querida, antes de nada, gracias por esta oportunidad. Ca­si no sé cómo expresar lo que siento frente a todas las sorpresas que me está concediendo tu Hijo Jesús. Creo que tú debes de estar contenta. Que estos días sean una buena preparación para nuestra profesión perpetua”.

            Los días transcurrieron con intensidad espiritual. Muchas cosas se le hicieron más luminosas. Compren­dió, por ejemplo el sentido de la vida monástica. Los monjes no pretendían “dominar el mundo, sino ofrecer un servicio solidario a la humanidad”. Meditó las Consti­tuciones y fue examinando todas las ideas que le afluían sin previo aviso: su futuro trabajo pastoral en Filipinas, los planes formativos para el seminario … y hasta la conveniencia de seguir algún curso de Psicología Pasto­ral.

            De repente, cuando la Salve Regina va por la mitad, comprende que es necesario potenciar la formación espi­ritual. Y luego, al toque de las campanas, se da cuenta de la importancia del deporte y del uso pedagógico del tiempo libre. Al final, cuando todo se hace un ovillo in­descifrable, decide cortar por lo sano y se rinde: “Que­ Dios, por medio de su Espíritu, me inspire y purifique para que pueda ser sacramento de la presencia vital y de la misión de Cristo al estilo de Claret”.

            Hubo tiempo para casi todo, también para quedar maravillado ante los pequeños milagros. Son cosas de to­dos los días: un pájaro que vuela para divertirse, un arbolito que se recupera de los rigores del invierno, una nube que se estira y se encoge. Suceden siempre, pero sólo las vemos cuando vivimos despacio. Entonces cae­mos en la cuenta de que “es algo que escapa a la especu­lación humana. Lo único que podemos saber de la vida es que estamos viviendo en este momento preciso”.

            Vivir la vida es algo importante, es “volar más allá del horizonte de nuestra limitación, respirar otro aire”. Se trata de “una experiencia espiritual que podemos definir como un encuentro con Alguien grande y cariñoso que nos quiere con profunda felicidad y con la inocencia de un niño”.

            Alguien “grande y cariñoso” es una fórmula simple que traduce a las mil maravillas aquella otra de myste­rium tremendum et fascinans que usan los filósofos de la religión. Alguien que nos ama “como un niño inocen­te”. ¡Qué hermosa manera de hablar del amor de Dios!

            Viene luego la fe. Bobby dice que podemos llamar­la “encuentro de amor”. Unos renglones más abajo dirá que “el amor es una experiencia de fe que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio”.

            Yuste contenía aún más claridades bajo el cielo plomizo que presidió los cinco días de retiro. Viendo el vuelo de los pájaros, descubre algo que pocos han entendido: la diferencia entre un pájaro y un hombre. Jesús la explicó en términos de mercado. Habló de distintos precios y calidades. Uno podía comprar cinco pajarillos por dos ases. Los hombres, sin embargo, “valían más que muchos pajarillos” (Lc 12, 7).

            Bobby explica el problema con otro lenguaje: “Es­toy lleno de limitaciones, no tengo alas para volar. Ten­go hambre y tengo sed; pero, al mismo tiempo, puedo amar y puedo luchar. Soy lo que soy: un hombre sí, pe­ro un hombre justificado para la gloria y la felicidad”. No ser pájaro tiene sus desventajas. Ser hombre tiene la enorme “desventaja” de poder elegir. Serlo para la felici­dad es la afirmación del don de Dios en medio del éxito o del fracaso: “Me ha llevado bastante tiempo, pero, al fin, he encontrado el tesoro que andaba buscando”.

 

La profesión perpetua, suma y sigue

 

            Lo vivido durante aquellos días inundó el futuro. El 25 de mayo de 1980 celebraba su profesión perpetua como claretiano, junto a sus compañeros Julián Ojeda, Miguel Niño y Gonzalo Fernández. Junto a Bobby estaban Fernando Campo (su for­mador de España) y Carmelo Astiz (su formador de Fi­lipinas). Otra vez cuestión de símbolos y de puentes.

            En adelante, apenas escribe nada. Lo había dicho casi todo en Yuste. No se prodigan los momentos de clarividencia. Resume sus días de manera telegráfica y de vez en cuando añade expresiones como “Gracias”, “Alabado sea el Se­ñor”, que son piropos que condensan algo que exigiría muchas palabras.

            Durante las vacaciones de verano participa en un cursillo de “Orientación y profundización en la ora­ción”. Después visita lugares y familias ofreciendo la presencia filipina y dejando encantados a todos los que pudieron conocer al “chino” de Colmenar. Fue una expe­riencia compleja. Por una parte, percibe que en el diálogo entre fe cris­tiana y espiritualidad oriental toda renovación religiosa parte siempre del Espíritu. Por otra, experimenta que, “gracias a la llamada”, la fraternidad claretiana era una realidad que desbordaba los límites de las comunidades.

            Pasó el verano y empezó el curso 1980-1981, su úl­tima etapa en España. De esta travesía no existe diario de navegación. Sólo anotaciones sueltas, reconstruccio­nes epistolares y muchos recuerdos en las mentes de cuantos vivieron con él. Fue un tiempo más abierto al exterior. La participación en una vigilia misionera con quinientos jóvenes en Zaragoza inauguró este período misionero. A ellos les reveló ese par de cosas que le que­maban: la necesidad de la oración y la urgencia del anuncio: “El Alfarero sabe lo que hace”.

            Un mes después, en noviembre, vendría el contrapunto. Los ejerci­cios espirituales con cuarenta muchachos del colegio Claret de Madrid no funcionaron. Fallaron los esquemas y tuvo que regresar a casa como los de Emaús: algo des­corazonado, como si Cristo no se hubiera presentado. Esta dialéctica entre éxito y fracaso marcaría los meses sucesivos. Satisfacción durante los ejercicios que el P. José María Viñas dirigió a la comunidad en la primera semana de diciembre. Preocupación ante algunas noticias que llegaban de Filipinas y que él no lograba entender. No se deshace en críticas estériles. Reconoce que “somos verdaderamente pobres, pero creemos”.

            Tiene tiempo para estudiar y para orar por los más de 4.800 muertos del terremoto producido en el sur de Italia el 23 de noviembre. También para compo­ner canciones. Una de ellas, que después se incluiría en un proyecto comunitario de disco, permitía averiguar su monomanía desde el mismo título: “¿Qué es la vi­da?”. Resumía lo que siempre había dicho: que la vida no se mide por lo que uno posee y que, ante el Misterio, sobran las palabras.

            Algunos fines de semana los aprovechó para ir visi­tando diversas comunidades claretianas de la provincia de Castilla, se­gún un plan reservado a los estudiantes del último curso de Teolo­gía. A medida que el tiempo avanzaba, las visitas dismi­nuyeron y aumentaron las horas dedicadas al estudio. Alguna vez llegó a temer que este interés fuera obsesivo. Le pide a María que purifique sus intenciones. No era obsesión sino un sentido de la responsabilidad enten­dido “a la oriental”.

            Pasada la Semana Santa de 1981, la agenda aparece llena de días en rojo: el 18 de junio: ordenación de diácono; el 26: examen de Bachillerato en Teología; el día 2 de julio: vuelo de regreso a Filipinas. Era una carrera contra reloj, una batalla con varios frentes. Hubo momentos de­dicados a preparar el diaconado y otros, muchos al final, a estudiar las cuarenta y cinco tesis de la prueba última. Hubo, además, muchos momentos fuera de programa, que fueron consagrados al futuro. Filipinas estaba otra vez cercana. Y el abrazo a los suyos, el mar de Ayala, la ordenación, los pobres, el seminario.

            Quedaba, sin embargo, un día libre en la agenda. Era el 7 de junio de 1981. Ese día Dios decidió reservár­selo para sí y lo marcó en rojo en su propia agenda.

 

He encontrado un tesoro

 

            Bobby quiso ser médico y acabó siendo simplemente hombre. Lo descubrió después de madurar su fe cris­tiana y hacerse claretiano. Le llevó tiempo, pero, al fi­nal, como él mismo dice, “encontró el tesoro”. Lo hizo desde una experiencia peculiar de María, de la que nun­ca pudo prescindir, aunque el tiempo fuera cambiando los modos y las intensidades: “María, madre mía, a me­dida que me he ido volviendo menos sentimentalista ha madurado mi confianza en ti. Te lo agradezco”.

            Agradecer esto y aquello, las cosas grandes y los mínimos gestos. Agradecer incluso el dolor. El decía que la gratitud sólo nace en aquellas personas que han experimentado la vida, “la orquesta de música que es la crea­ción, el arco iris que nace de la luz y del agua pura”. Decía, además, que “la gratitud dispone al hombre a la sim­plicidad”. Y, si la vida fue para él un interrogante con­tinuo, la gratitud fue su respuesta más espontánea. In­cluso cuando la soledad o la tiniebla eran las únicas com­pañeras de camino.

            La suya no fue una vida escrita en línea recta. Es probable que más adelante lo aguardaran crisis radicales, amenazas de sinsentido. La muerte se anticipó a todas las pruebas imaginables y desveló lo que había dado de sí una andadura tan corta.

            Muchas cualidades le venían como regalo envueltas en su temperamento. Él las había ido desplegando lenta­mente, en ese silencio donde tienen lugar el pensamiento y la oración al Padre. Estaba enamorado de este silencio sacramental. Era su desierto particular:

 

Oh silencio, ¿dónde estás? 

Te he perdido una o dos veces,

hace tiempo que te busco,

¿dónde te encontraré?

Oh, estás aquí, allí, en todas partes,

pero, en realidad, trasciendes el tiempo y el espacio.

Te perdí por un momento, pero has vuelto.

Gracias, silencio: eres, sin duda, precioso.

 

            En el silencio maduraron el diálogo y los interro­gantes: “Cuando uno se para un momento a pensar y cuestiona la vida que lleva, se pregunta necesariamente hasta qué punto es auténtica la fidelidad a la vocación que se le ha dado, a esa misión de paz y de justicia que prepara la verdadera comunión evangélica”.

            ¿Hasta qué punto es auténtica la fidelidad a la vo­cación? Pregunta radical que no se resuelve en mera abs­tracción. Se presenta como una preocupación comunita­ria que en él recibe una formulación afirmativa: “Nosotros queremos vivir auténticamente. Esta es la razón por la que nos hemos reunido, pero esta autenticidad nace sólo cuando vivimos en hermandad, paz y justicia, que no son otra cosa que la expresión concreta de nuestra experiencia dinámica de Cristo”.

            La riqueza de la vida interior está a la base de la autenticidad. La oración es el dinamismo de los que creen. Lo había escuchado y lo había experimentado. Se lo tomó en serio, hasta el punto de ordenar los tiempos dedicados a ella, para que la pereza o la rutina no tuvie­ran siempre la última palabra en una cuestión de vida o muerte.

            Oraba sin artificio. Dios no es para él la fuerza mis­teriosa que emerge en el recogimiento como fruto de la concentración personal. Es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y luego, como testigos, María y Antonio María Claret: un orden que se va repitiendo en las oraciones escritas de su diario. Las palabras no son muchas. Frases breves que condensan la intensidad de un momento y recogen las preocupaciones de todos.

 

Todo al servicio de la misión

 

            La misión no es para él la tarea profesional de los claretianos. Él no se consagra a la misión como hubiera podido consagrarse a la oceanografía o a la música, que tanto le apasionaban. Para él es el nervio de la llamada. Cuando quiere explicar de qué se trata, repite casi lite­ralmente las palabras de los números 3 y 4 de las Constituciones: seguir a Cristo en comunión de vida y anunciar la Buena Nueva del Reino.

            En este mismo contexto se inserta su interés por la formación. Sabía que ésta iba a ser su tarea entre la co­munidad filipina. Era consciente de su importancia, hasta el punto de vivir en clave formativa todas las expe­riencias que iba atravesando. Así el presente y el futuro se preguntaban y se respondían mutuamente.

            Su informe personal para la profesión perpetua sin­tetiza estas inquietudes: “Ojalá -escribe- todas las co­sas que en adelante diga puedan reflejar cómo he respon­dido, personal y eclesialmente, a la llamada que Dios me ha regalado. La llamada a vivir el estilo radical de vida del Jesús obediente, pobre y casto, en esta Congregación de Hijos del Corazón de María, para ser fiel al carisma que sacramentaliza la misión salvífica de la Iglesia”.

            Y, más adelante, añade: “En primer lugar, estoy muy agradecido a mi familia y a la comunidad donde he vivido. No porque sean ambientes de total santidad y religiosidad, sino por su simplicidad de vida, por la feli­cidad que se respira en medio de los problemas. Así es como he podido experimentar el lado humano de la vi­da, dándome cuenta al mismo tiempo de la llamada de Dios”.

            Después, va reconstruyendo los grandes trazos de su biografía vocacional, apuntando crisis e ilusiones, dando gracias a muchos, ofreciéndose finalmente a esa misión de puente que le habían ofrecido.

            La misión no pudo llevarse a cabo íntegramente. Pero el misionero existía ya. Bobby vivió como misione­ro toda la etapa formativa. La vivió con un cierto aire de marinero avezado en las faenas de la navegación. Supo otear el horizonte procurando no dejarse escapar nada. Creyó que la oración era necesaria, pero pensaba lo mis­mo del diálogo, el deporte, el trabajo manual, el es­tudio y la música. Le gustaba tararear la canción You’ve got a friend de Carole King. Cantada en clave religiosa se convertía en una plegaria al Dios amigo. Al amor que puede hacerse presente en medio de la trivialidad de los días, “cuando uno está en baja forma o necesita un poco de cariño”.

           

            Félix Juaton Espinosa, Bobby para todos menos para el registro civil, confiesa en voz alta que ha vivido. Desde el otro lado de la muerte, nos dice a sus amigos que “la vida es una oración extraordinaria que brota de las fuentes del ser interior” y que, a pesar de nuestra actividad titánica, “su sentido descansa sólo en Él”.