Aprobación de las Constituciones

APROBACIÓN

DE NUESTRAS CONSTITUCIONES

 

            Un legado hermoso y un trazado evangélico genuino de presente y futuro

El 11 de febrero es para nosotros una fecha significativa ya que nos permite hacer memoria agradecida de las Constituciones que nuestro Santo Fundador dejó a la Congregación y que la Iglesia ha reconocido como trazado evangélico genuino, capaz de orientar nuestro seguimiento de Jesús.

En efecto, en esta fecha de 1870, y tras la súplica personalmente llevada a Roma por el P. Claret, nuestras Constituciones fueron aprobadas por el Papa Pío IX. A su vez, y como signo de continuidad histórica, el 11 de febrero de 1982 es también la fecha en que fue emanado el Decreto de la Congregación para los Institutos Religiosos y Sociedades de Vida Apostólica por el cual quedaba aprobada la revisión posconciliar de nuestras Constituciones.

            El amplio arco de historia que estas fechas abarcan centra la atención en los grandes pilares de apoyo que siguen dando sentido a una experiencia viva en el pasado y proyectada actualmente a nuevos horizontes: pilares que reconocemos en el Fundador, la Iglesia, el Evangelio de Jesús.

            Antonio M. Claret, que en años anteriores había redactado varios reglamentos para asociaciones apostólicas, iniciaría el 16 de julio de 1849 la Congregación de Misioneros sin haber preparado para ella una regla que pautara su vida. Quiere decir que la forma de vida que iniciaban juntos él y sus cinco compañeros iría tomando cuerpo a partir de su personal experiencia en el vivir evangélico y en la actividad misionera. Un hecho tan inesperado como su nombramiento para arzobispo de Cuba induciría a Claret, en los meses finales de 1849, a redactar, con la aceptación de sus compañeros, unas Constituciones que serían también aprobadas por el obispo de Vic Luciano Casadevall.

            Aquel texto (del que no se tiene conocimiento directo) sería adicionado por Claret a su retorno de Cuba (1857) y, una vez aceptado por los Misioneros de Vic, presentado por él mismo ante el Gobierno de Madrid con vistas a una aprobación civil de la Congregación, efectivamente concedida en 1858. Este texto adicionado, que conocemos como Constituciones de 1857, sería poco más tarde enviado a Roma para la aceptación pontificia de la Congregación, otorgada en 1860 mediante el Decretum laudis, mientras se aplazaba la aprobación del texto constitucional hasta la inclusión de nuevos elementos sugeridos.

            El mismo Padre Fundador se iba a ocupar, junto con sus Misioneros reunidos en Capítulo en julio de 1865, de perfeccionar dicho texto atendiendo a las observaciones del Dicasterio romano. Y, con ocasión de su viaje a Roma en el otoño de aquel año en compañía del P. Xifré, sostendría un intenso diálogo con las autoridades de la Sagrada Congregación hasta obtener que las Constituciones fueran aprobadas ad experimentum por diez años. Antes de que se cumpliera este plazo, estando nuevamente en Roma durante los días del Concilio Vaticano I, Claret obtendría la aprobación definitiva de nuestras Constituciones, otorgada por el Papa Pío IX el 11 de febrero de 1870: Constituciones que nuestro Padre, ya en el destierro de Fontfroide, iba a profesar el 8 de octubre de ese mismo año ante el P. Xifré. 

            La Congregación, iniciada sin pautas escritas y con la propuesta que resultaba de la vivencia evangélica del Misionero Claret, pudo experimentar años más tarde la presencia y acción eficaz del Fundador en el proceso de maduración del texto constitucional. Junto con Claret, serían protagonistas los mismos Misioneros, por un lado, y, por otro, la Madre Iglesia en su función de discernimiento y confirmación.

            Esta misma lectura corresponde hacer de los varios momentos históricos en que las Constituciones fueron revisadas a lo largo de los años y, principalmente, de la gran renovación impulsada por el Concilio Vaticano II. En esta obra animada por el Espíritu se puede afirmar que el Fundador se hizo notoriamente presente a través de su Autobiografía, asumida como fuente inspiradora y normativa para nuestro estilo de vida y misión. En el texto aprobado por la Iglesia el 11 de febrero de 1982 es perceptible, de manera mucho más clara que en las ediciones preconciliares, la vibración personal y autobiográfica con que Claret nos narró pedagógicamente su espiritualidad y su ser misionero. De ahí que, refiriéndonos a estas Constituciones renovadas, se pueda hablar con propiedad de una refundación hecha con el Fundador.

            La Iglesia es de una magnitud relevante en la espiritualidad de Claret, tanto si hablamos de la Ecclesia semper reformanda como de la hermosura de la Iglesia, esposa de Cristo. Fuera de este marco no habría podido entender la propia misión ni el Instituto nacido de sus entrañas. Ello explica las razones de su celo, de sus grandes alegrías y, a la vez, de no pocas pruebas y sufrimientos que hubo de asumir. Su experiencia eclesial, en relación con la Congregación, va desde la acogida que le brinda el obispo Casadevall, hasta la carta del Nuncio que lo arranca de junto a sus Misioneros y lo destina a Cuba. Desde la percepción de algunos cuestionamientos que sus compañeros manifiestan frente a lo que de Roma llega, hasta el entusiasmo con que lleva luego a Roma la tinta fresca de las Constituciones de 1857. Desde su fatigoso empeño por enriquecer con aportaciones provenientes de otras fuentes su texto constitucional, hasta el gozo final de discernir el querer de Dios en el pequeño libro que desde Roma hizo llegar como último don a sus hermanos desterrados en Prades.

            A la Congregación le ha tocado recorrer un camino semejante, sobre todo respecto de las Constituciones. Lo experimentó el Capítulo General de 1922 al emprender la acomodación de nuestra regla de vida al Código de Derecho Canónico de 1917. Lo vivirían también desde 1965 todos los Claretianos al aceptar la responsabilidad de renovar las Constituciones del P. Claret conforme a las pautas trazadas por el Vaticano II. Se nos pidió entonces un acto colectivo de obediencia eclesial. Ello significó ante todo tomar conciencia de ser, como comunidad congregacional, sujeto portador del carisma de Claret, identificable como gracia del Espíritu a su Iglesia; y, además, cambiar concretas divergencias en búsqueda de sintonía con este Espíritu que con sus dones nos injerta en el dinamismo vital y misionero de la Iglesia.

            A la renovación constitucional que iba a plasmar el texto de 1982 le tocó, pues, hacer una experiencia eclesial semejante a la que vivió nuestro Fundador, con momentos de entusiasmo y de sufrimiento. Aun con la generosidad y sentido participativo de muchos, el consenso entre los miembros del Instituto resultaría arduo y lento: quince años de intercambio y experimentación, en un contexto de notable anomía. Trabajoso sería también el diálogo con el Dicasterio romano de los Religiosos, en tiempos en que toda la vida religiosa estaba haciendo camino al andar. Se daban allí los ingredientes del discernir evangélico, que siempre pide participación, entendida como búsqueda del querer de Dios, libera el corazón de prejuicios y toma el tiempo que merecen las cosas decisivas.

            Bien se puede decir de aquel 11 de febrero de 1982, que no solo fue la culminación de un camino eclesial, sino que también comportó una experiencia de gracia puesta de manifiesto en la serenidad con que, a partir de entonces, la Congregación entera aceptó el nuevo texto, confirmado en su validez claretiana, eclesial y evangélica. 

               El Evangelio de Jesús, escuchado en la intimidad, había inspirado la ‘conversión’ y dado origen a la vocación apostólica de Claret. La semilla de la Palabra, leída y meditada con asiduidad, había fructificado abundantemente en su vida. Y quedaría plantada también en el corazón del pequeño libro que como Fundador nos dejaba como herencia. Las Constituciones de 1857, aunque no fueran una regla para religiosos, expresaban una fuerte radicalidad evangélica y, desde la experiencia de la misión, proponían ya de forma muy explícita el camino de los consejos evangélicos. Y, a partir de lo vivido bajo la guía espiritual del Fundador, todos aquellos Misioneros acompañarían con entusiasmo la decisión de expresar el seguimiento de Jesús a través de la profesión de los votos, tal como lo iban a determinar las Constituciones de 1870. El Fundador, junto con sus Misioneros, llevaban así a su expresión más radical su propio vínculo con el Jesús del Evangelio.

            Se ha dicho que, entre los Institutos nacidos en la Iglesia desde los tiempos de san Francisco, el texto de las Constituciones de Claret sobresale por la fuerte presencia de la Palabra del Evangelio. Es que su familiaridad con ésta, cultivada cotidianamente desde sus años de seminario, no se inspiraba en curiosidad literaria o cultural sino en hambre de conocer y realizar el proyecto de Dios, en ansia de hacerla vida en sí mismo y de compartirla como pan de vida con los demás. La fórmula oyente y servidor de la Palabra es sin duda una buena definición de nuestro Fundador.

            Hasta se puede decir que la presencia de la Palabra en las primitivas Constituciones había quedado bastante comprimida en razón de las pautas entonces vigentes para la redacción de este tipo de textos. Pero quien se haya asomado con cierta detención a la Autobiografía de Claret y a sus muchos escritos espirituales habrá podido verificar cuánto más abundante sea la presencia y más significativo el impacto transformador de esta Palabra en su pensamiento y en su vida. Siempre con un perfil vocacional, espiritual y ministerial: el mismo que las Constituciones intentaban diseñar. 

            De ahí que, al llegar la hora de la renovación posconciliar de nuestra regla de vida se pudo ver más claro que no iba a ser posible explicitar adecuadamente la espiritualidad de nuestro Fundador sin devolver con la fuerza primigenia al centro de su propuesta la Palabra evangélica que a él lo había inspirado. Y, ateniéndose a la consigna conciliar del retorno a las fuentes, la Congregación podría experimentar el gozoso resultado de que, en el caso, el retorno a la fuente fundacional nos llevaba sin más a la fuente bíblica. También desde este punto de vista era el Fundador quien, en la proximidad del tercer milenio, refundaba nuestra familia como comunidad de oyentes y servidores.

            Es ya materialmente significativo el hecho de que el texto renovado de las Constituciones haya triplicado el total de citas bíblicas, que ahora son 190, mientras el texto antiguo recogía solo 64. Pero, a la vez, entre lo antiguo y lo actual, se registra que son los mismos los grandes bloques bíblicos que el texto privilegia: los Evangelios de Mateo (la comunidad) y de Lucas (la misión) y las Cartas a los Corintios (el ministerio eclesial). Es natural que, a la hora de articular pedagógicamente nuestra espiritualidad (v. gr. a través de la alegoría claretiana de la Fragua), sean estos los textos guía: los mismos que mayormente inspiraron a Claret.

            Las reglas han sido siempre y no pretenden ser otra cosa que una mediación en relación con el Evangelio, con vistas a traducirlo en proyecto de vida personal y comunitaria centrada en Jesús, en su seguimiento. Es el Espíritu el que suscita estas mediaciones, puesto que es Él quien posibilita el comprender y seguir a Jesús (cf. Jn 14,26; 16,13-14) y distribuye una gran diversidad de dones o carismas para ir haciendo vivo y operante en el tiempo el misterio del mismo Jesús.

            Hacer memoria de las Constituciones significa para nosotros celebrar agradecidos esta acción histórica del Espíritu en nuestro Fundador y, por su medio, en nosotros mismos. Las Constituciones son el signo de nuestra gracia vocacional y, desde el Evangelio que las habita, fuente dadora de sentido para todo lo nuestro.

BIBLIOGRAFÍA

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