ANTONIO MARÍA CLARET

ANTONIO MARÍA CLARET

Infancia y juventud entre telares

Antonio Claret y Clará nace en Sallent (Barcelona), a unos 15 kms de Manresa, el 23 de diciembre de 1807, en el seno de una familia profundamente cristiana. A los dos días, en la fiesta de la natividad del Señor, sus padres, Juan y Josefa, lo bautizan en la iglesia parroquial de Santa María. Antonio es el quinto de once hermanos, de los cuales cinco mueren antes de cumplir los cinco años. Vive en un hogar dedicado a la fabricación textil. A los pocos meses de nacido, el rítmico sonido de los telares se ve perturbado por el estruendo de la invasión francesa y de la guerra de Independencia. Este clima de violencia e inseguridad no lo acobarda, al contrario, fortalece su temple infantil. Si bien durante los primeros años de la guerra lo llevaban en hombros para huir de los enfrentamientos, cuando tiene cuatro o cinco años se atreve a acompañar a su anciano abuelo que por estar casi ciego quedaba relegado en medio de la oscuridad.

El pequeño Anton encuentra paz y fuerza en la amistad de Jesús, a quien visita en la Eucaristía, y en la devoción a la Virgen María, a cuya ermita de Fussimanya peregrina con su hermana Rosa rezando el rosario. Su corazón de niño es tierno y se conmueve del dolor de los otros. A los cinco años, con frecuencia, piensa en la desdicha eterna de los que se condenan, por lo cual se le despiertan vivos deseos de ayudar a que todos vivan según la voluntad de Dios y, así, nadie tenga que sufrir para siempre.

A los doce años escucha la llamada de Dios para ser sacerdote, por eso, su padre lo pone a estudiar latín, pero lamentablemente la escuela fue clausurada por órdenes gubernamentales; por lo que su padre lo coloca a trabajar en el telar familiar. Reconociendo su habilidad para la fabricación, se dirige a Barcelona para perfeccionarse en el arte textil. Se dedica con tanta pasión al estudio y al trabajo que la fabricación llega a convertirse en un delirio. Sus oraciones ya no eran tantas ni tan fervorosas como en la infancia, aunque no deja la misa dominical ni el rezo del rosario. Poco a poco se le iba olvidando el deseo de ser sacerdote, pero Dios le iba dirigiendo según sus planes.

La fuerza de la Palabra de Dios lo conduce

El joven Antonio se pregunta sobre su identidad. En medio de propuestas de construirla en base al progreso y al éxito, la Palabra de Dios lo conmueve, lo resitúa y lo pone en el camino del seguimiento de Jesús misionero.

Estando en Barcelona sufre unos duros desengaños: la traición de un amigo que le roba a él y a otros, la seducción de una mujer que intenta atraparlo para satisfacer sus pasiones y, sobre todo, el susto de estar a punto de morir ahogado en el mar. El joven Antonio experimenta la cercanía de la Virgen María, que lo protege durante las tentaciones y lo salva de morir, y la fuerza de la Palabra de Dios que lo desinstala del cómodo mundo de sus proyectos y anhelos de éxito. El texto del Evangelio “¿De qué le sirve a uno ganar todo el mundo si al final pierde su vida?” (Mt 16, 26) sacude su conciencia. A pesar de las ofertas para montar su propia fábrica, se niega a satisfacer el deseo de su padre y decide dejar todo para hacerse cartujo.

A los 22 años ingresa en el seminario de Vic, sin perder de vista su intención de ser monje. Cuando se dirige a la Cartuja de Montealegre, al año siguiente, el constipado causado por una fuerte tormenta le obliga a retroceder y su sueño de vida retirada empieza a desvanecerse. Prosigue sus estudios seminarísticos en Vic. En ese tiempo sufre una fuerte tentación contra la castidad, en la que reconoce la intercesión maternal de la Virgen María en su favor y sobre todo la voluntad de Dios, que le quiere misionero, evangelizador.

Aunque no había concluido los estudios teológicos, el 13 de junio de 1835 recibe la ordenación sacerdotal porque su obispo, Pablo de Jesús Corcuera, veía en él algo extraordinario. Permanece cuatro años en Sallent, donde acaba sus estudios y atiende su parroquia natal. La fuerza de la Palabra de Dios nuevamente lo desinstala; esta vez, lo arranca de la comodidad de la parroquia y lo llama a evangelizar como misionero. La situación política en Cataluña, dividida por la guerra civil entre liberales y carlistas, y la de la Iglesia, sometida a la desconfianza de los gobernantes, no dejaba otra solución que la de salir de su patria y ofrecerse a Propaganda Fide, encargada entonces de toda la obra de evangelización en el mundo.

Tras un viaje lleno de peligros, llega a Roma. Aprovecha unos días que tenía libres para hacer ejercicios espirituales con los jesuitas. Su director le anima a solicitar el ingreso en la Compañía de Jesús. A principios de 1840, a los cuatro meses de haber comenzado el noviciado, se ve aquejado de un dolor intenso en la pierna derecha que le impide caminar. La mano de Dios se hace sentir. El P. General de los jesuitas, Jan Roothaan, le dice con resolución: “Es la voluntad de Dios que Usted vaya pronto a España; no tenga miedo; ánimo”.

Misionero con un hatillo en Cataluña y Canarias

Una biblia, una muda de ropa y un mapa es todo lo que contenía el hatillo que llevaba en sus innumerables viajes misioneros. Pobre y a pie recorre Cataluña y las Islas Canarias; todos le reconocían por su pobreza, su estilo cordial y su pasión misionera.

De nuevo en Cataluña, el vicario capitular de la diócesis de Vic, Luciano Casadevall, lo envía a la parroquia de Viladrau. Allí, ante la falta de médicos y gracias a sus conocimientos del valor curativo de las plantas del Montseny, atiende con acierto a los enfermos y adquiere fama de curandero. Como su inquietud misionera seguía viva, un 15 de agosto de 1840 decide realizar su primera misión popular. Como la parroquia estaba bien atendida, puede desplazarse para predicar misiones en poblaciones cercanas. Su superior eclesiástico, conocedor de su vocación apostólica y de los frutos de su predicación, le deja libre de toda atadura parroquial para poder dedicarse a las misiones. A partir de enero de 1841 se traslada a Vic y se dedica a recorrer diferentes poblaciones de la diócesis. Por el deseo de comunión con la jerarquía y por las facultades pastorales que comportaba, solicita a Propaganda Fide el título de “Misionero Apostólico”, que él llena de contenido espiritual y apostólico.

Recorre gran parte de Cataluña entre 1843 y 1848, predicando la Palabra de Dios, siempre a pie, sin aceptar dinero ni regalos por su ministerio. Le mueve a ello la imitación de Jesucristo y de los apóstoles. A pesar de su neutralidad política, pronto va a sufrir persecuciones y calumnias por parte de quienes lo acusan de favorecer al grupo más conservador. En cada población predica misiones al pueblo y dirige ejercicios espirituales para los sacerdotes y religiosas. Pronto va descubriendo otros medios de apostolado que ayudan a garantizar la eficacia y la continuidad de los frutos de las misiones: publica devocionarios, catecismos y opúsculos dirigidos a sacerdotes, religiosas, niños, jóvenes, casadas, padres de familia, etc.; en 1848 funda la Librería Religiosa, editorial que en sus dieciocho primeros años lanza 2.811.100 ejemplares de libros, 2.509.500 opúsculos y 4.249.200 hojas volantes.

Como medio eficaz de perseverancia y progreso en la vida cristiana funda o potencia cofradías, entre ellas la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María, y escribe el librito “Hijas del Santísimo e Inmaculado Corazón de María”, que con el tiempo inspirará el nacimiento del instituto secular Filiación Cordimariana.

 

Al serle imposible predicar en Cataluña por el estallido de la segunda guerra carlista, su superior eclesiástico lo envía a las Islas Canarias. De febrero de 1848 a mayo del año siguiente recorre casi toda la isla de Gran Canaria y dos poblaciones de Lanzarote. Pronto y familiarmente se le comienza a llamar “el Padrito”. Tan popular se hizo que es copatrono de la diócesis de las Palmas junto con la Virgen del Pino.

Obispo misionero en Cuba

Consagrado obispo sigue siendo misionero. Con el báculo del buen pastor recorre tres veces su diócesis. Entrega el pan de la Palabra, de la cultura y de la dignidad humana. Es perseguido y derrama su sangre por servir a Dios y a los más pobres.

De vuelta ya en Cataluña, el 16 de julio de 1849 funda, en una celda del seminario de Vic, la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. La gran obra de Claret comienza humildemente con cinco sacerdotes dotados del mismo espíritu que el Fundador. A los pocos días, el 11 de agosto, comunican a Mossen Anton su nombramiento como arzobispo de Santiago de Cuba. A pesar de su resistencia y su preocupación por no dejar huérfanas a la Librería Religiosa y a la recién fundada Congregación de Misioneros, se ve obligado, por obediencia, a aceptar el cargo. Es consagrado obispo el 6 de octubre de 1850 en la Catedral de Vic.

La situación en la isla de Cuba es deplorable: explotación y esclavitud, inmoralidad pública, inseguridad familiar, desafección a la Iglesia y sobre todo progresiva descristianización. Nada más llegar, el nuevo arzobispo comprende que lo más necesario es emprender un trabajo de renovación en la vida cristiana y promueve una serie de campañas misioneras, en las que participa él mismo, para llevar la Palabra de Dios a todos los poblados. Da a su ministerio episcopal una interpretación misionera. En seis años recorrió tres veces la mayor parte de su inmensa diócesis. Se preocupa de la renovación espiritual y pastoral del clero y de la fundación de comunidades religiosas. Para la educación de la juventud y el cuidado de las instituciones asistenciales logra que los Escolapios, los Jesuitas y las Hijas de la Caridad establezcan comunidades en la Isla; con la M. Antonia París funda el convento de Religiosas de María Inmaculada Misioneras Claretianas el 27 de agosto de 1855. Lucha contra la esclavitud, crea una Granja-escuela para los niños pobres, pone una Caja de Ahorros con marcado carácter social, funda bibliotecas populares, escribe dos libros sobre agricultura, etc. Tanta y tan diversa actividad le supone enfrentamientos, calumnias, persecuciones y atentados. El sufrido en Holguín, el 1º febrero 1856, casi le cuesta la vida, aunque le proporciona el gozo martirial de derramar su sangre por Cristo.

Confesor real y apóstol en Madrid y España

Aunque se siente como un pájaro enjaulado, los años de Madrid son los de mayor madurez humana, espiritual y apostólica. Su influjo evangelizador llega a toda la Península y con sus escritos e iniciativas impregna de Evangelio la cultura popular de su tiempo.

La Reina Isabel II lo elige personalmente como su Confesor en 1857 y se ve obligado a trasladarse a Madrid. Debe acudir a palacio al menos semanalmente para ejercer su ministerio de confesor y ocuparse de la educación cristiana de la princesa Isabel y del príncipe Alfonso y de las infantas que nacerán en años sucesivos. Debido a su influencia espiritual y a su firmeza, poco a poco va cambiando la situación religiosa y moral de la Corte. Vive austera y pobremente.

Los ministerios de palacio no llenan ni el tiempo ni el espíritu apostólico de monseñor Claret: ejerce una intensa actividad en la ciudad: predica y confiesa, escribe libros, visita cárceles y hospitales. Aprovecha los viajes con los Reyes por España para predicar por todas partes. Promueve la Academia de San Miguel, un proyecto en el que pretende aglutinar a intelectuales y artistas para que “se asocien para fomentar las ciencias y las artes bajo el aspecto religioso, aunar sus esfuerzos para combatir los errores, propagar los buenos libros y con ellos las buenas doctrinas”.

En 1859 la Reina le nombra Protector de la iglesia y del hospital de Montserrat, de Madrid, y Presidente del monasterio de El Escorial. Su gestión al frente de esta institutción no puede ser más eficaz y más amplia: restauración del edificio, recuperación de los campos productivos para el financiamiento, equipamiento de la iglesia, establecimiento de una corporación de capellanes, un seminario interdiocesano, un colegio de segunda enseñanza y los primeros cursos de una universidad.

Una de sus mayores preocupaciones será dotar a España de obispos idóneos y plenamente entregados a su misión y proteger e impulsar la vida consagrada; en este aspecto, influye espiritualmente en varios fundadores y ayuda a muchísimas congregaciones religiosas nuevas a regularizar su situación civil y eclesiástica.

Mantiene siempre celosamente su independencia y neutralidad política lo que le acarrea múltiples enemistades. Se convierte en el blanco del odio y venganza de muchos: “no obstante de haber marchado siempre con precaución en este terreno -se refiere a los favoritismos-, no he escapado de las malas lenguas”, confiesa. Su unión con Jesucristo alcanza un punto álgido en la gracia de la conservación de las especies sacramentales, otorgada en La Granja (Segovia) el 26 de agosto de 1861.

La ruta final hacia la Pascua

Después de predicar en París y en Roma, siente que ya había cumplido su misión. Enfermo, calumniado y perseguido entrega su espíritu en la cruz del exilio. El que buscaba imitar a su Señor en todo, al final, recorre su misma ruta pascual.

A raíz de la revolución de septiembre de 1868, parte con la Reina hacia el exilio. En París mantiene su ministerio con la Reina y el Príncipe de Asturias, funda las Conferencias de la Sagrada Familia y se prodiga en múltiples actividades apostólicas, especialmente en favor de los inmigrantes.

En abril de 1869, con motivo de la celebración de las bodas de oro sacerdotales del papa Pío IX y de los trabajos preparatorios del Concilio Vaticano I, se despide de la familia real y se traslada a Roma, donde vive en el convento de San Adrián, de los mercedarios. En el Concilio interviene apasionadamente en favor de la infalibilidad pontificia. Al concluir las sesiones, con la salud ya muy quebrantada y presumiendo próxima su muerte, se traslada a la comunidad que sus Misioneros desterrados de España han establecido en Prades (Francia). Hasta allí llegan sus perseguidores, que pretenden apresarlo y llevarlo a España para juzgarlo. Por ello se ve obligado a huir como un delincuente y refugiarse en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cercano a Narbona. En este escondido cenobio, rodeado del afecto de los monjes y de algunos de sus misioneros, fallece, a los 62 años y 10 meses de edad, el 24 de octubre de 1870.

Sus restos mortales son trasladados a Vic en 1897. Es beatificado por Pío XI el 25 de febrero de 1934 y Pío XII lo canoniza el 7 de mayo de 1950.